19 may 2014

Ya no podía mover su cadera...

      VIOLETA Y SU PAISAJE

 

Violeta siempre se aferró a su nombre

porque a diferencia de su sombra nunca la abandonó.

 

Ya no podía mover su cadera.

Deseaba que alguien entrase en la habitación y le tirara hacia arriba los hierros. Con un pequeño movimiento bastaría para evitar las llagas de decúbito. Se sentía como una mariposa moribunda al amanecer.

 

No quería morfina –les repetía a las enfermeras-

Tenía la boca pastosa y soñaba -más que desear- con racimos de uvas y regaliz. Escribió en un sobre en el que había depositado algo de dinero, un ruego: Háganme una misa con estos billetes.

 

Ya ves. No somos nada.

Tú un simple ramillete de violetas inmóvil en esa mesita mirando el agua de un vaso tapado con un pañuelo de papel, dando color a cuatro paredes que no son más que una mazmorra lejos de los campos llenos de luz donde naciste.

 

Te han segado, como a mí, las raíces.

 

Media vida dando fragancia

a mis padres, a mi esposo, a mis hijos… y ahora… sólo tú estás cerca para regalarme tu último aroma para consolarme.

 

Ya sé que me miras y te asombra

ver mis labios tintados de tu mismo color. Ese es un placer del cual muchas hermanas tuyas nunca conocerán.

 

Nadie me ha mirado, como tú, con tanto amor

desde que me rompí el fémur. La Medicina ha certificado de antemano mi derrumbamiento. Han colocado –lo sé- en la pizarra como una sentencia el diagnóstico: "Síndrome algo-neuro-distrófico".

 

Es una forma ampulosa más que elegante

de decir que mi fémur no sólo rechaza el tornillo de titanio destinado a sujetar las dos partes del hueso sino que no se puede soldar.

 

Todos creen que desconozco el resto,

como si no tuviera ya oídos para oír y ojos para leer en sus rostros un rechazo hacia mí mucho mayor que el del ligero metal.

 

Noto, por otra parte,

cómo mi tuétano se deshace y se diluye en mi sangre arrastrando hacia todos los rincones de mi esqueleto esos fragmentos que harán que en pocas horas emprenda contigo el viaje hacia el Ápex.

 

Respiro hondo

para sentir el precioso aroma que surge de tus pétalos única cosa que me ha de ayudar a cruzar esa puerta. Sé que ya se han preparado las silenciosas ruedas plegables para deslizar mi cuerpo por los pasillos.

 

¡Mira ramillete mío!

a mi hermana como se abanica. Tiene calor, suda, le falta el aire, y, sin embargo, yo tengo los pies fríos como tus tallos en ese jarrón; y, ni tú ni yo los podemos mover.

 

Todos se acercan al hospital

diciendo que vienen a verme, pero no es verdad: permanecen fuera de la habitación hablando de sus negocios, del último partido de fútbol o del último hombre del que se han separado.

 

Temen que mi aura tintada de fucsia les arrastre

a ellos también y hablan con el cura paseando arriba y abajo por los pasillos de esta Séptima Planta: la de los desahuciados.

 

¡Oh ramillete mío!

 

Permanece aquí junto a mí.

No tardaré mucho en irme. No pares de enviarme tu fragancia y graba en tu ADN mi rostro y mis lágrimas como último regalo. Cuando algún día nos volvamos a encontrar prometo plantar junto a ti decenas de margaritas.

 

Tú que estás junto a la ventana,

dime si ves una diminuta lechuza encaramada en el árbol más alto. Hace dos noches que está ahí como si se entregara ciegamente a la miel del sol del amanecer.

 

Dime ramillete mío si oyes como yo

a los ángeles cómo desatan con sus dientes los cielos, cómo respira el funcionario de gruesas cejas mientras aguarda pacientemente el momento en que el vuelo de la lechuza

 

le dé la señal para pulsar el timbre

que ha de poner en marcha la maquiavélica máquina, engrasada, con los depósitos de combustible llenos y los frenos recién revisados.

 

De la misma forma que yo respiro

impregnada de tu aroma, aspira la esencia de mis cabellos recogidos con mi última diadema. Imagina que mi olor es como el perfume sutil del naranjo.

 

Me he pasado la vida

oyendo nombres desconocidos –ninguno como el de Violeta-, soñando con paraísos, con nuevas tierras y paisajes, con nuevas locuras de los hombres que demostrasen su amor a las mujeres o de los dioses mientras me conformaba con ser una humilde vendedora de flores;

 

con una ciega voz

que, a tientas en la memoria anochecida, palpaba mejillas y ademanes que no me atrevo a decir que fueron besos.

 

Mi nombre –como su variedad tricolor-,

frágil como una mariposa, resuena ya en mis sienes como la música que me lanzas tú mi ramillete de violetas.

 

Avísame cuando se replieguen tus pétalos

para dejar caer también mis párpados.                      

 

                                                   Johann R. Bach                                                                   

 

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