UN DECIBELIO EN CADA LATIDO
Un ruido rozaba
el suelo en el espacio cartesiano de tres dimensiones que se alzaba sobre el atrio principal del Monasterio.
Se esperaba sin saber qué.
Algo que pudiera ser el preludio de un mal, pero apenas levantado el telón alguien anunciaba siempre otra comedia en lugar de drama.
Por unas simples gotas de sangre,
como lágrimas que hicieron brotar flores tricolores antes de maitines todas se exaltaron:
las tocas que se agitaban
en el aire de un lado para otro demostraban un entusiasmo del que nadie pudo dudar: era la agitación infantil y juguetona, la única permitida en las mañanas sectarias.
Como una oleada cabrileando
al nivel de los hombros estrechos los delicados paños recogían la sangre, olor rojo, tejido insustituible, primer recuerdo. Andar por los pasillos junto a la pared los párpados bajados sin orientar la cabeza era el signo –decían- de humildad.
Los ojos azules
de frente blanca y la sangre agolpándose en los labios en una extraña cara hacían más pesados los pasos que se acercaban; completamente estrellado el cielo caía sobre otra cara del poliedro; era tiempo de aprender el oficio de cantar.
Pero mientras cosías
compases con contrapuntos alguien aprendía, los celos, la dicha y el amor. Bajo el peso de las miradas envidiosas inclinabas tu cabeza en la sombra donde miles de sueños se amontonaban y sentías sobre tus hombros caer coordenadas como astillas demasiado ligeras para ser mentira:
ya no podías seguir viviendo
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