7 jul 2013

Oía, con facilidad, el roce de una caja de cerillas

  LAS ENFERMEDADES PIDEN PERMISO

 

Se te ha caído la aguja al suelo

-le dije a mi madre-; ella, asombrada, me preguntó cómo lo había adivinado.

 

No lo había adivinado;

simplemente había oído su sonido al estrellarse contra el suelo. Para comprobar que efectivamente podía oír las minúsculas vibraciones fue lanzando una a una varias agujas de coser.

 

Las oía en el momento de choque

como barras de acero caídas desde un tercer piso. No sólo eso, sino todo pequeño ruido llegaba de forma nítida a mis oídos.

 

Yo me hallaba postrado

en mi cama turca aquejado de la gripe asiática. Estaba muy débil y apenas me podía incorporar. Si lo hacía me mareaba y la sangre podía empezar a manar como una fuente de mi nariz.

 

Oía, con facilidad, el roce 

de una caja de cerillas entre las manos de mi padre. No sé por qué sabía que era de color blanco con una imagen de un torero lidiando a un toro. El diseño de aquellas cajetillas estaba pensado para ofrecer a los turistas algún motivo típico como recuerdo.

 

Uno de aquellos días oí

cómo sacaba una cerilla de la minúscula caja, su crepitar al comenzar a arder; y, al ser la última pegó fuego a la propia cajetilla antes de lanzarla a la chimenea.

 

Vi el reflejo de aquella llamarada

y cómo, por el movimiento de aquellas sombras, preparaban la comida. Mi hermana me trajo en un plato hondo un poco de sopa caliente.

 

Junto al humeante líquido

destacaba el olor a tomillo. Recuerdo su sonrisa carmesí y sus vidriosos ojos atacados por la gripe pero no tanto como los míos.

 

La sopa pelaba (quemaba)

como un demonio. Tenía que soplar cada cucharada y el tiempo me parecía que se dilataba haciendo su ingesta larguísima.

 

En la calle sonaba un violín

acompañando a un organillo que tocaba y tocaba sin fin. Imaginé cómo iría vestido el pobre pedigüeño que manipulaba la manivela mientras en la otra mano sostenía un platillo de cinc conteniendo unas pocas monedas.

 

Imaginé que llevaría puesto

un abrigo azul cobalto con dos hileras de botones dorados y alguna gorra marinera con un cordón rojo; el pantalón sería probablemente gris con sendas líneas rojas en los laterales. Todo como simulando que habría sido un funcionario y sin otros ingresos debía vivir de la caridad.

 

No sabría decir si el fuerte aleteo

de pájaros también era fruto de mi imaginación o realmente oí como si hubieran soltado al aire decenas de palomas. ¿Cuál era su origen y la razón de su presencia en aquel rincón del mundo?

 

Me apoyé en el diedro

formado por el cabezal de la cama y la pared. Las vibraciones de la música llegaban nítidamente a mi cabeza aunque la vista se me nubló al incorporarme: lo veía todo amarillo y sólo la bombilla pelada con su halo verde me indicaba donde estaba el techo.

 

Por la presión de la colcha

sobre mis pies supe que se habían sentado mis padres en la cama y me observaban en silencio. La luz me mareaba y me cubría el rostro con las manos como si quisiera apretar la penumbra contra mis párpados, oyendo al organillo repetir una y otra vez la misma melodía hasta que de golpe se detuvo y desapareció aquel sonido para siempre.

 

Me impresionó mucho

el Flautista de Hamelín contado por mi madre con tanto lujo de detalles que soñaba con él cada noche. En mis sueños me sentía como una rata enferma, como una rata más en medio de una multitud de ratas que éramos arrastradas hacia un precipicio por aquel demonio que tocaba la flauta con una melodía que anulaba nuestras voluntades de ratas.

 

Otras noches soñaba

con perros negros que, cerrándome el paso, me impedían ir a la escuela: con sus agresivos ladridos y enseñando sus temibles incisivos me amenazaban. Mi madre, durante esos sueños, me tomaba la mano de forma que al despertar se disipaban mis temores.

 

No hay nada que alivie más

a un enfermo postrado en la cama que tomarle la mano y pasarle a través del contacto el calor de la especie.

 

Todo sucedió en aquel año

que se declaró una temible enfermedad contagiosa denominada por los epidemiólogos y registrada en los antecedentes históricos como "gripe asiática".

 

Al principio de aquel torbellino

que se llevó miles de personas por delante vació la escuela por completo de niños, se abrían las puertas de las aulas sólo por dar la impresión de que no se cerraba el establecimiento docente.

 

Unos no asistían a clase

porque estaban enfermos; otros, preferían quedarse en casa por miedo al contagio. Sólo yo sentía en mí la obligación de ir a la escuela. Justo cuando ya empezaban a venir los que ya se habían curado, caí gravemente enfermo.

 

Siempre he creído

que los demonios se conjuraron para enviarme todos los males juntos. Nunca más volví a estar enfermo; por lo visto agoté en aquel entonces todas las enfermedades de mi vida.

 

Sé que no se puede presumir

de buena salud porque ésta pende de un hilo tan fino que no podemos esperar nada bueno de ella, pero el creer que ya había consumido todos mis males me ha ayudado muchísimo.

 

Y es que,

de alguna manera, podríamos pensar que hemos nacido libres; que, somos libres hasta de escoger muchas (aunque no todas) de nuestras enfermedades.

                                                            Johann R. Bach

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