6 jul 2013

FUE EN ABRIL DE 1.96...

BARCELONA NACIÓ CON LOS GRANADOS
Fue en abril de 1.96… Me vi obligada a cambiar de alojamiento. El dueño de aquel enorme piso de la calle Joaquím Costa, a escasos 300 metros de la Facultad, había decidido vender el inmueble entero y nos echó a todas las que compartíamos aquella vivienda de techos altos y puertas hechas para gigantes.

Excepto a Dominique no volví a ver a ninguna de ellas. Dominique y yo habíamos compartido una de aquellas frías habitaciones. Ella, nacida en Dinan (Bretaña) estudiaba historia en la Facultad de Letras, era simpática y hasta llegó a presentarme a su hermano Hervé y a su hermana menor Gaëlle. Durante un tiempo nos seguimos viendo en el bar de la Universidad.

Gracias a Dominique encontré un estudio en arrendamiento en la calle Princesa a tan sólo 50 metros de la Vía Laietana. Realmente era un traspaso que me ofreció un amigo común de Pau Riba y de Dominique. El  estudio estaba en la última planta de un edificio antiguo, sin ascensor.

El alquiler era muy barato (aparte del traspaso que pagué no sin dificultades). Tenía una pequeña entrada desde la que se podía ver el gran comedor-cocina. En la parte derecha junto a la ventana había una pequeña escalera de madera que conducía a lo que fue mi habitación. La amplia cama estaba situada a la misma altura de una ventana que tenía vistas a los tejados vecinos.

Cansada de buscar habitación, acepté la situación: daba un dinero de entrada difícilmente recuperable si no era a base de encontrar a alguien, como yo, que aceptara aquellas condiciones. Por eso cuando ya estaba a punto de entregar el dinero Germán me habló de Giner, una especie de "mayordomo" que se traspasaba también con el estudio. Germán me quiso tranquilizar diciéndome que a él le habían transferido el estudio con Giner y que los anteriores ocupantes también habían tenido a Giner como compañero. Giner ocupaba una habitación frente a la mía sin luces ni ventilación.

Giner se ocupaba de todo lo que hiciera falta en el estudio, (limpieza, etc.) y nunca se mezclaba con los amigos de los inquilino; era discreto hasta el punto que era difícil de toparse con él en la escalera o en el propio estudio. Por fortuna mi habitación contaba con un pequeño lavabo y un wáter. Acepté a ese "mayordomo adherido" al estudio aún sin conocerlo. Abajo, en la calle Princesa había siempre gente hasta altas horas de la madrugada y atravesando la Vía Laietana, La Plaça Sant Jaume tenía un aspecto alegre.

En los primeros días, mi cuarto, me pareció bastante acogedor. Por la cocina "económica" de hierro forjado y por la ventana larga y estrecha en altura, rozando ya las tejas, de vidrios muy fraccionados, se podía adivinar la edad de la casa. Por aquella ventana podía ver como caía la lluvia sobre los tejados rojos y adormecerme con las últimas luces del día, bajo una gruesa y pesada manta de lana. También los primeros rayos de sol, reclinado como un globo ardiente sobre los tejados, entraban por esa ventana sin cortinas, inundándome los ojos de una claridad coincidente con los fuertes timbrazos de un viejo despertador como los sonidos de un timbre de bicicleta.

La escalera era empinada y los siete pisos costosos de subir, pero en pocos días me acostumbré y el estudio me parecía aún más acogedor cuando, jadeante por el ejercicio de escalar, escalón por escalón, aquella oscura y fría escalera alcanzaba el confort del viejo sofá. Era como trepar por un árbol huyendo de toda clase de alimañas y a veces me sentía como una niña luchando por alcanzar el desván. En una palabra, estaba contenta, sobre todo porque los vecinos parecían no existir y a veces lo único que subía por aquella escalera era la música de un organillo que parecía también se había afincado en el portal.

Desde entonces han pasado los años por el país. La época de la que hablo está para mí en las tinieblas del pasado, y los vivos colores de los sucesos se han vuelto pálidos y difusos. Tengo la sensación de estar hablando de cosas que no me ocurrieron a mí sino a otros, tal vez a Dominique. Por eso no he de tener miedo que el amor propio me induzca a mentir: Escribo con claridad y honradez y me atengo al hecho que el número 12 de la Calle Princesa y el número 36 de la calle Joaquím Costa todavía existen y que las personas que en aquella época íbamos al comedor no universitario más barato, en la misma calle Joaquím Costa, pueden dar fe del ambiente del barrio.

Paco, el camarero del bar de la Universidad, ha dado, durante más de cincuenta años, testimonio de todas las transformaciones del ambiente estudiantil y estuvo al corriente de nuestras vicisitudes con más comprensión que la de un hermano. Decenas de miles de estudiantes conocieron al gentil Paco.

En aquel entonces yo no pasaba mucho tiempo en casa. A las siete y media de la mañana iba camino de la Facultad y antes de las ocho aún me daba tiempo de tomar un café servido por Paco. Eran tiempos en que hasta los conserjes ganaban concursos como los de "Un millón (de pesetas) para el mejor" y los estudiantes quedábamos atónitos ante la erudición de aquellos "poco ilustrados" funcionarios. Y siempre que podía, pasaba las tardes en casa de mi novio.

Si, entonces yo estaba "prometida" (como se decía entonces). Ramón –voy a llamarlo así- era una joven promesa del mundo científico, amable y culto y –lo que más contaba para mis coetáneos- rico.

Ramón había nacido en el seno de una tradicional familia de comerciantes que mediante el trabajo y el ahorro llegó a tener una casa a la que también gustaba de ir la juventud masculina porque, pese a todo aquel refinamiento, reinaba en ella un ambiente alegre y abierto que no dejaba que entre las tazas de té se instalara el aburrimiento.

El hijo menor de la familia, Ramón, era por cierto el preferido de todos, porque a su cultura añadía una cierta amable frivolidad que convertía en interesante y agradable la conversación más anodina. Tenía más sensibilidad y más temperamento que sus hermanos mayores, era un carácter franco, alegre, y está fuera de duda que yo le quería y estaba orgullosa de él.

Puedo hablar abiertamente: más adelante, un año después de quedar disuelto nuestro compromiso, se casó con una muchacha de familia noble, pero murió tras haberle dado el primer hijo, una niñita rubia.

Yo solía quedarme en su casa, donde se reunía a diario un grupo bastante numeroso de personas, hasta las seis de la tarde; después daba mi paseo, iba al Capsa, (teatro situado entonces, en la Calle Aragón) y regresaba a casa sobre las diez de la noche para continuar con el mismo género de vida. Me aficioné a las matemáticas y otras ciencias para estar más cerca de él.

Por la mañana, cuando yo bajaba despacio mis siete pisos, me encontraba siempre en el portal  al portero, que fregaba las baldosas de mármol blanco de la entrada. Él saludaba e iniciaba una corta conversación. Así día tras día. Primero el tiempo, luego que si estaba contenta con mi estudio y cosas así.

Como el viejo nunca quería terminar, yo siempre le preguntaba por sus hijos, y entonces él suspiraba y murmuraba apretando los dientes "¡Eso sí que es una cruz! ¡Qué preocupado me tienen, chica!". Y aquello era el final. Una vez, era un martes, pregunté, sólo por decir algo, quién era aquel "mayordomo" que ocupaba una habitación en mi estudio. Contestó a la pregunta de la misma manera que yo: de pasada, sin pensar mucho. "Un pobre chico que apenas si gana para poder comer haciendo pequeños trabajos aquí y allá.

Había olvidado ya hacía semanas aquella información cuando llegó Giner jadeante, sudado y al mismo tiempo con la ropa totalmente empapada. La tormenta le había sorprendido ya cerca de casa. Era un domingo por la mañana. Yo había dormido más de lo habitual y me disponía a salir paraguas en mano, mientras que él, con un librito en la mano parecía que regresaba de la iglesia.

Su aspecto era mísero: entre los flacos hombros que se vislumbraban claramente porque la camisa mojada así lo permitía, destacaba en su cara una nariz larga y afilada y las mejillas hundidas. Los delgados labios, ligeramente entreabiertos, dejaban ver unos dientes poco limpios. La mandíbula era angulosa y prominente. En aquel rostro sólo llamaban la atención positivamente los ojos. No es que fueran bellos, pero sí grandes y muy negros, aunque carentes de alegría. Sólo sé que la impresión que me causó aquella criatura con el pelo totalmente mojado no fue grata en absoluto. Creo que él ni me miró. Por otra parte, apenas tuve tiempo para pensar en aquel encuentro banal, porque instintivamente cogí una toalla y se la ofrecí para que se secara el pelo y la cara.

Aquella noche tuvo lugar en casa de mi novio una velada perfecta donde se discutió amablemente sobre todos los temas de la época. Resultó perfecta y duró hasta muy avanzada la noche. Esa noche, precisamente, Ramón me pareció encantador. Una agradable sensación de contento saturaba mi pecho como un calor bienhechor.

De ahí que a las tres de la madrugada resultara aún difícil la despedida. Los pocos que marcharon a pie se dispersaron pronto en todas direcciones. Yo tenía un camino por delante de unos veinte minutos por lo que aceleré el paso, dado, además, que la noche de final de junio era brumosa y lloviznaba. Pensando en aquel aleteo de mariposas en mi bajo vientre, sin darme cuenta llegué a casa y entré.

Me estaba esperando. Apenas visible porque su cabeza tapaba la pequeña bombilla y su cara quedaba en la zona oscura. Sólo sus ojos se adivinaban. Hasta mí llegó un desagradable olor a sudor idéntico al que embargó mi olfato por la mañana. Estaba tan cohibida y asustada que no dije palabra, aunque tampoco me aparté. Sentía asco por aquella figura, pero no me aparté. Sentía sus ojos sobre sobre mis labios mucho antes de que me los besara. Cuando quise darme cuenta sus dedos corrían ya entre mis piernas. Como corrientes eléctricas las punzadas salían de mi vagina alcanzado los pezones en oleadas.

El olor de sudor, su piel pegajosa y sus labios sobre los míos me producían un profundo asco y al mismo tiempo un placer que nunca había experimentado antes. Me sentí como una diosa poseída por un diablo que conocía mi cuerpo mejor que yo misma. Me poseyó varias veces antes de que amaneciera. Finalmente caí exhausta en un profundo sueño. Me desperté a las cuatro de la tarde oliendo a demonios; me fui directamente a la ducha. Nunca me había sentido tan sucia. Afortunadamente él había salido.

En los días que siguieron a aquel encuentro todo pareció volver a la normalidad. Pero el sábado fui a casa de mi novio y para sorpresa mía toda la familia se había ido de viaje. El portero me dio un sobre con una nota. Una nota escueta que decía así: "Queda roto nuestro compromiso. Un tal Giner nos ha explicado con todo detalle la doble vida que llevas con él."

Salí huyendo con el pecho herido. Con la velocidad del rayo lo comprendí todo. Fui en busca de Dominique. Le expliqué todo lo ocurrido y le pedí ayuda. Me acompañó hasta la estación de Francia. Me pagó el billete hasta París y me dio algo de dinero para pasar unos días en casa de Hervé hasta que pensara en lo que debería hacer en aquel verano. Tardé tres años en volver de visita a Barcelona.

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