29 may 2014

A medio camino de aquel paraíso de inmaculada porcelana sobrevivimos Clara y yo

MALTRATADA

 

Para mí, no son las lavadoras,

ni los televisores ni la cerveza –como en el caso de los berlineses- el fin paradisíaco de la búsqueda de los barceloneses, sino la LIBERTAD con mayúsculas, el derecho a leer y escribir sus lenguas y el derecho a decidir su propio destino;

 

la inmaculada candidez de filosofar

sobre el infinito y sobre las remotas cumbres del verano pirenaico y de la Vía Láctea. Aspiran a dominar ese Pequeño Paraíso denominado Catalunya con sus meteoros, cometas, nubarrones de cabello y estrellas que a los hombres influencian con su mirada.

 

Así que cuando volví a Barcelona

noté el aroma del aire limpio del puerto, la música de las plazas y como un cierto alivio en mi pecho vi que Les Rambles continuaban con su colorido.

 

Entre los estudios y viajes

pasaron los años hasta plantarme en los veintiséis. Me fui a vivir con el primer hombre que me lo pidió. Se llamaba Edelmiro. Originario de León era un auténtico saco de músculos, entre sus brazos me sentía como una delicada muñeca.

 

Me trasladé a vivir a su casa de Badalona.

Casi un castillo modernista, no era precisamente un lugar acogedor donde poder escuchar música o leer.

 

Aquella experiencia fue un fracaso.

Al principio creí que podría llevarme bien con sus dos hijos, Luis de doce años y Francisco de diez. No sólo no le caí bien a Luis sino que éste se dedicó a predisponer en contra mía a su hermano menor.

 

Yo intenté esquivarlos

todo lo que pude  durante un tiempo, pero una tarde en la que me dispuse a leer en el jardín llegaron a incordiarme hasta el punto de insultarme. Sin poder contenerme le solté un bofetón al mayor.

 

Cuando llegó Edelmiro sus hijos

le explicaron llorando lo que había pasado. Él con una expresión desencajada en su cara se acercó a mí y con un brutal manotazo en mi rostro me derribó sobre una alfombra.

 

Con la ardiente rabia marcada en mi mejilla

temí que fuera a continuar golpeándome, pero no fue así. Realmente el matrimonio nunca se llegó a consumar pues en todo el tiempo que estuvimos acostándonos juntos no pudo penetrarme ni una sola vez: su pene se arrugaba automáticamente en cuanto se acercaba a mi pubis.

 

Aquella impotencia por sí sola

no hubiera podido dar al traste nuestra relación pues yo ya me había hecho a la idea de que mi mundo era el que no encajaba bien con la vida sexual de este planeta.

 

Una noche me desperté

al oír una música suave proveniente de la sala. Una de las luces iluminaba toda la estancia, avancé por el pasillo descalza, suavemente sin hacer ruido. Un sudor frío subió hasta mi frente y la saliva de pronto adquirió un gusto amargo cuando vi a Edelmiro, desnudo, masturbarse frente al espejo de la cómoda.

 

Desde aquel día él prefirió dormir

en una cama aparte hasta que en una mañana triste de lluvia no pude superar mi tristeza y lo abandoné sin dar ninguna clase de explicación. Llamé a Clara y se lo expliqué todo y con todo detalle. Asombrada me preguntó:

 

¿Pero no gozaste con él ni una sola vez?

 

¿Gozo? –dije casi gritando- el "amor de Edelmiro" no me ha traído más que dolor y un mundo de vergonzosos pensamientos. Mienten –creo- los poetas cuando dicen que el amor es dulce; no es sino un truco para, por sorpresa, pillar a pobres muchachas.

 

¿Qué son sus alardeados placeres?

¿Acaso no puedo ser yo también una princesa del más regio heredero que el mundo haya visto? En consecuencia, yo debería, ya a estas alturas de la película, si cualquier mujer pudiera, tan exquisito placer -como el que sentí en mis sueños- conocer del todo.

 

En estos pocos meses

de convivencia con él he soportado más amargura que en toda mi dilatada vida anterior de niña. Ya ves Clara: "no soy más que un mar de lágrimas vivas resbalando por mis caídas pestañas".

 

¡Ay, mis años de infancia!

Años que fueron completamente míos, felizmente aprovechados en demasía como tú ya sabes y qué felices fueron a pesar de todo –y nunca supe del todo sin embargo ¡cuánta felicidad hasta casi ayer!

 

Clara se me acercó mientras lloraba,

mi nombre susurrando, con un cariñoso centenar de dulces palabras para aliviar mi oprimido corazón. Por fin, con sus caricias en mi hombro, se despabiló con fiero orgullo en mi rostro sintiendo cómo mis párpados se levantaban cuando de repente le dije casi gritando: "Soy una reina aunque lo había olvidado por un momento; y tú Clara, amiga mía, tampoco lo recordabas.

 

¡Desnúdame!

Nos bañaremos juntas como tantas otras veces en nuestra infancia. Tan divertida Clara al ver mi reacción me hizo una reverencia y estremecida de placer apenas se atrevía a acercarse a mí. Abrió la ventana del cuarto de baño mientras el agua caliente soltaba sus nubes como buscando la luna llena.

 

Me desabrochó los botones

de mis hombros y al caer al suelo el vestido quedó al descubierto la vasta faja de seda bajo mis pechos casi desatada. A sus pies también cayó el resto de prendas y avanzó entre aquellos azafranes pliegues de pañería, deslumbrante desnudez hacia el cálido mar.

 

A medio camino de aquel paraíso

de inmaculada porcelana sobrevivimos Clara y yo entre oleadas de risas como ángeles que esperan que pase la eternidad.

 

                                                       Johann R. Bach

 

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