7 may 2013

El simple roce de su brazo me excitaba más y más

LA FIEBRE DE LA ESPECIE (Gracia)

 

Después de haberme peleado

con la sintaxis latina durante todo un curso lleno de satisfacciones y colmado por las buenas notas obtenidas, la euforia se me había subido a las cejas. Veía un futuro próspero a pesar de tener sólo quince años

 

Con los hombros fortalecidos

me dispuse a disfrutar del verano mediterráneo. Aquel año, por primera vez, no iría a Cadaqués, pues mis hermanos habían comenzado a trabajar y todo indicaba que aquéllas serían mis últimas vacaciones de escolar.

 

Iba, sin prisas, cada día a los Baños de San Sebastián.

En la bolsa azul de deporte no llevaba ni libros ni pensamientos; sólo una toalla llenando su vacío y dos bocadillos para pasar el día tendido al sol pegado a una cálida arena gruesa.

 

En aquellos años pocos turistas

–por no decir ninguno- visitaban las playas de la Barceloneta o de Badalona. Los pocos extranjeros que nos visitaban preferían la Costa Brava o Sitges.

 

Era raro, pues, encontrar

más de una veintena de personas tanto en la arena como en la piscina. Entre los habituales destacaba el "Tarzán" denominado así porque en cierta ocasión sacó a rastras un enorme tronco del agua porque amenazaba con su vaivén a los bañistas.

 

El Tarzán era un individuo

al que su juventud, su bello y bronceado rostro orlado con una cabellera rizada y su fuerza física le salvaban de calificarlo como un mendigo. No trabajaba en nada y pasaba todo el día en la playa.

 

Muchas mujeres le invitaban

a comer en pago de favores sexuales, pero ninguna de ellas se lo tomaba en serio. Él pacifico como nadie, se mostraba pasivo y hasta cierto punto tímido.

 

Cierto día al ir al bar

a tomar una naranjada asistí a una escena que nunca supe como calificarla. En la barra estaba el Tarzán con su pequeño bañador habitual con una mujer a cada lado. Su conversación parecía normal, sin altibajos, pero las dos mujeres se reían burlándose ostensiblemente de él.

 

Por la parte superior de su bañador

asomaba la punta de su pene en una incontenible erección y las mujeres se reían señalando los genitales de El Tarzán. Aquella escena me encendió. Salí del bar para no seguir viendo la escena.

 

Por la tarde intentaba olvidar aquello,

pero cuantas más vueltas le daba más me excitaba. Me puse a ver una película de Perry Mason en la poco atractiva televisión en blanco y negro cuando la vecina del piso de abajo vino a ver, como todas las tardes, junto a mi madre y a mí la película.

 

El simple roce de su brazo me excitaba más y más.

Otra vecina llamó a mi madre por algún asunto que no recuerdo. Aprovechando su ausencia puse al descubierto por mi bragueta abierta todo lo que podía aflorar de mis genitales.

 

La vecina enfurecida

con una mirada de disgusto y ofendida por mi actitud me dio un solemne bofetón que me obligó a abandonar el comedor y encerrarme en mi habitación.

La vecina siguió mirando la televisión

a la espera de que volviera mi madre. Con las mejillas encendidas más por la vergüenza que por el bofetón temblaba de miedo por la posibilidad de que le contara todo a mi madre.

 

Algo extraordinario debió pensar Amelia

para guardar silencio sobre lo ocurrido. Era una mujer algo delgada, vestida siempre de negro y con un moño que parecía rejuvenecerla. Sus ojos brillaban de una forma extraña cada vez que se hablaba de otras personas.

 

Amelia tenía cinco hijas.

La mayor, Fernanda, algo entrada en carnes perseguía a mi hermano porque era el único chico de su edad al que tenía acceso.

 

Recuerdo que siempre alardeaba de sencillez

en sus aspiraciones y su conformismo al decir que prefería una rebanada de pan con aceite y sal a cualquier manjar, pero la verdad es que tragaba todo lo que se le ponía delante como si fuera una lima nueva del cincuenta.

 

María la que le seguía

era bastante desagradable en el trato y sólo recuerdo de ella una mueca de disgusto en su boca que me hacía bajar la mirada y eludir todo lo que podía su presencia.

 

La tercera, Maribel, era de mi edad,

pero su dura musculatura apartaba de mí cualquier deseo libidinoso. No hacía más que hablar de correr y competir en carreras. Por otro lado eran chicas que no estudiaban y sólo pensaban en colocarse a trabajar en cualquier cosa sin más proyecto que cobrar una semanada.

 

Las dos más pequeñas

unas preciosas niñas de pelo de oro rizado casi no salían de casa y yo tenía entonces la impresión de que no eran hijas del mismo padre, pues el  marido de Amelia era un tosco funcionario de jardines municipales que estaba más en las tabernas que en casa. No era mala persona, pero le faltaba un ojo y eso me impedía mirarle a la cara como si al hacerlo pudiera ofenderlo.

 

Durante unos días Amelia evitaba venir a casa

si yo estaba presente. Esa actitud me llevó a pensar en si debía hacer algo como pedirle perdón o decirle que no volvería a suceder nada nunca más y rogarle que lo olvidara todo.

 

Pero algo me decía

que, de momento, era mejor el silencio; aunque en mí crecía la sospecha que tarde o tempranos surgiría algún comentario. Eso me hizo meditar en hacer algo que neutralizase esa posibilidad.

 

Leyendo "Diario de un cura rural"

de Georges Bernanos se me ocurrió algo que me marcó profundamente. Pensé en hacer correr la voz de que me sentía llamado a la fe cristiana y que había decidido ingresar en el seminario para alcanzar el sacerdocio.

 

Empecé por Gracia,

la vecina del mismo rellano de la escalera. Era una mujer de semblante sombrío que siempre hablaba de las desgracias de los desposeídos, de los pobres, de los perseguidos. Al igual que su marido tenía ya cumplidos los sesenta años.

 

Cierto día coincidí con ella en el ascensor

y cuando me preguntó –como solía hacerlo- por mis estudios, aproveché la ocasión y le dije que había pensado en hacerme sacerdote, sabiendo que a una persona espiritualista como ella no la dejaría indiferente y poco a poco correría la voz al resto del vecindario.

 

De repente su rostro cobró vida

como la estatua de Pigmalión, sus ojos se abrieron como nunca yo los había visto, los clavó en los míos y me dijo que quería comentar más a fondo esa opción por considerarla de una seriedad extraordinaria.

 

Gracia antes de entrar en su casa

me dijo que si me iba bien hablar del asunto al día siguiente. Bueno –le dije- cuando vuelva de los Baños de San Sebastián. Me preguntó asombrándome en extremo si me parecía bien acompañarme a la playa y así tendríamos toda la mañana para hablar del tema.

 

A las nueve de la mañana

tomábamos el metro que después de hacer transbordo en Sagrera y Plaza de Catalunya. Me intrigó más aun aquel vivo interés sobre mi futuro sacerdocio. Tenía por piadosa a Gracia, pero no hasta tal punto de acompañarme a la playa.

 

Su habitual vestimenta gris

había desaparecido en aquella mañana soleada del mes de junio. Se había puesto un jersey playero de rayas azules que hacían juego con su pantalón azul marino y sus wambas blancas. Tocada con un gorro de paja y su rostro embadurnado con una olorosa crema parecía haber rejuvenecido veinte años.

 

Durante el trayecto me explicó

una y mil cosas de cuando en su juventud iban las muchachas de los talleres a la playa donde jugaban con un artilugio que ella denominaba "diabolo", algo desconocido en los ambientes juveniles de mi época.

 

Desde la estación de Fernando

hasta la playa se colgó de mi brazo, cosa que me pareció normal. Al llegar a los Baños me hizo entrar a cambiarme primero en la caseta donde dejábamos la ropa y el resto de cosas.

 

Luego entró ella

y cuando salió me di cuenta que su cuerpo no era lo mismo en traje de baño que vestida. Tenía unas piernas que podrían ser la envidia de cualquier jovencita: limpias de venas y bien formadas.

 

A primera hora el sol no alcanzaba

el agua de la piscina y a la sombra el ambiente allí, a comienzos del verano, era demasiado fresco por lo que fuimos directamente a tumbarnos en la arena.

 

Poco a poco el sol iba calentando toda la playa.

Yo estaba tumbado de lado y ella sentada con las piernas cruzadas como en una posición de yoga frente a mí me hizo un discurso verdaderamente apologético sobre las inmensas posibilidades sociales de la función sacerdotal. Casi me olvido del motivo que nos había llevado hasta allí.

 

En un momento en que pasó

por delante nuestro el Tarzán, ella interrumpió el discurso y al ver que me saludaba me preguntó por él. Le expliqué lo poco que sabía sobre él, pero me sorprendió que Gracia halagase mi capacidad empática, virtud según ella necesaria en un sacerdote.

 

Fuimos al bar a comer un bocadillo

y a tomar un zumo de naranja. Estábamos solos y me dijo en voz baja como haciéndome una confidencia que el único inconveniente de ser sacerdote era que al aceptar el celibato la única solución era la masturbación.

 

De repente vino a mi mente la escena de El Tarzán

con su pene erecto por encima de su bañador. No pude evitar la erección. Para despistar le dije que desconocía esa palabra. Ella asombrada abrió aún más sus ojos y algo incrédula me preguntó si yo me masturbaba.

 

Mi sorpresa fue mayúscula

al ver cómo había girado la conversación. Dentro del bañador la presión de mi pene crecía y crecía. Yo seguí insistiendo en que no sabía qué era eso de la masturbación.

 

Se levantó fue a pagar las bebidas

y me llevó a la caseta. Entramos los dos y me dijo que me pusiera de cara a la pared para no verla. Creí que se iba a desnudar, pero en lugar de eso me hizo apoyar mis manos en la pared de madera y sorprendentemente me dijo que me iba a enseñar a masturbarme.

 

Me bajó el bañador

y me hizo abrir un poco las piernas. Con una mano me acariciaba los testículos mientras que con la otra rodeando la cintura me masturbaba.

 

En un momento dado empezó,

como sollozando, a emitir unos gemidos ahogados y la mano que tenía entre mis piernas desapareció buscando otro lugar donde colocarse y yo, a pesar de estar de espaldas sabía hacia donde se había dirigido.

 

A pesar de la fuerte erección

la intensa excitación no me dejaba eyacular. Me giré hacia ella y vi una cara desencajada con las mejillas pálidas y lacias y la saliva fluyendo sobre su pecho; su respiración entrecortada y a punto del desmayo.  

 

Me asusté al verla temblar,

la abracé y la besé. Aquel día comprendí cómo era de maligna su soledad y desde entonces siento simpatía por las mujeres maduras. Aquella confesión de mi intención de hacer correr mi inclinación a hacerme sacerdote se convirtió en uno de nuestros más dulces secretos.

 

                                                                                               Johann R. Bach

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