17 abr 2013

ALGO DE UNA POLIÉDRICA VIDA

Capítulo 7   ALGO DE UNA POLIÉDRICA VIDA

 

ALGO DE UNA POLIÉDRICA VIDA

 

Tú eras lo que entonces,

padres y profesores deseaban: una muchacha callada algo dormilona, delicada de salud y –cosa extraña- a diferencia de tus compañeras nunca te quedabas demasiado tiempo mirando por la ventana.

 

De la escuela –más trabajadora que lista-,

obediente y con pocos problemas, sólo recuerdas algunos pocos castigos que siempre consideraste injustos. La falta de confianza en ti misma la suplías con una cierta constancia y tozudez.

 

Leías todo lo que caía en tus manos

y algunas de aquellas lecturas te proporcionaron informaciones misteriosas: con sólo ocho años de edad supiste que el día de Mercurio era aproximadamente igual a su año.

 

Eso te inclinó a observar

a menudo los cielos nocturnos y durante el día quedarte embelesada con las blancas nubes alargadas como naves extraterrestres detenidas a las puertas de un Purgatorio, indecisas. 

 

Entretanto te ibas formando

en ideas y convicciones éticas indoblegables como botones de gabardina y te dedicaste durante un corto periodo de tiempo a

 

llevar una vida viajera

imaginando que los autobuses o trenes te transportaban de un lugar a otro como alfombras voladoras: somnolienta, fascinada, torturada por la belleza del mundo.

 

Después intentaste llevar, como todas,

una vida corriente con algún grado ganado en unas oposiciones completamente limpias.

 

Madrugones, metro,

café antes de comenzar la jornada, trabajo de oficina –contratación de energía eléctrica-, otra vez metro de vuelta a casa, sueño saciado con una corta siesta, eran cosas cotidianas.

 

Tuviste suerte: los profesores

de la facultad eran en general buenos en sus materias y liberales en lo social:

 

te consideraron

uno de los suyos debido a algunas de tus convicciones democráticas y espirituales.

 

Tardaste años en aprender a leer

esos otros lenguajes que te ayudan a comprender la radiografía de tu propio esqueleto, la música de las glándulas endocrinas,

 

la fotografía de unas gruesas cejas,

los carcomidos pabellones auditivos, los hoyuelos en mejillas y barbilla; la escrófula en los labios.

 

Esos lenguajes, en general,

no interesaban a nadie, pero gracias a ellos comprendiste muchas cosas, latentes o movidas en tu interior y te ayudaron a ver en los ojos de los demás intenciones inconfesables.

 

Pocas veces viajaste al extranjero,

pero aún llegaste a conocer la Rusia de la Era Brezhnev, las playas y acantilados de Normandía, los robles de la Berliner Eichentor y los lagos de la pacífica Suiza.

 

Coleccionaste en lugar de recetas de cocina,

multitud de fichas de plantas medicinales descritas por Linneo y destacaste algo en el ajedrez, pero abandonaste esa afición por ser poco femenina-  En cierto modo, mientras aprendías idiomas, eras feliz.

 

Leíste algunos libros -entre cientos de ellos-

que te ayudaron a fijar en tu ADN algunos conceptos modernos que momentáneamente te fueron útiles para sobrevivir en los momentos difíciles,

 

pero tus lecturas preferidas eran

las que te permitían mirar en tu interior y ahondar en el conocimiento de las antiguas brasas del universo, estudiar el vuelo de las abejas o la increíble adaptación de los caracoles al entorno.

 

Excepto el placer de las matemáticas,

no sacaste ningún provecho del resto de libros "científicos". La literatura te alegró –tanto la poesía como la prosa- muchísimas tortuosas noches.

 

Algunos profesores te recomendaron

los clásicos griegos como textos que podrían cambiar tu vida. Los leíste –nada te cambió- lo reconoces, pero te permitieron una mirada distinta sobre la vida.

 

Tal vez no vivías –sólo subsistías-

o tal vez aquellos tiempos no eran otra cosa que una fase necesaria –psicológicamente- antes de pasar a otra; y,

 

en espera de tiempos mejores,

arrojada contra tu voluntad hacía algo, como una sombra en la pared, trabajaste en hospitales y editoriales, para ganar algo de dinero fácil para pan y papel.

 

Cómo explicar a tus hijos

que dedicabas grandes esfuerzos a no sucumbir a insinuaciones malignas, a no cometer estupideces y a no confraternizar con el más fuerte.

 

Cómo podías explicarles

que al despertarte empapada en sudor y ver el silencioso techo amenazando con derrumbarse encima tuyo

 

debías escribir con tu mano fatigada

hasta los tuétanos un conjuro contra los espíritus y una oración para una noche más plácida para ellos.

 

Una noche sin ofertorio,

sin consagración ni comunión. Ingenuamente sin sacrificios, exenta de espanto.

                                                                                        Sylvia M. Folch

 

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Aquel jueves me presenté a la hora convenida; como en un ritual largamente vivido me senté formando, con los demás, un corro.

 

Evidentemente mis ojos no encontraron los de Isabel. No es que me hubiera hecho ilusiones, aunque la esperanza de los predispuestos a problemas pulmonares nunca se pierde. En mi caso también era así.

 

La mayor afluencia de militantes y estudiantes obligó a formar tres círculos concéntricos. A mi derecha se encontraba Marga mientras que a mi izquierda se había situado Trini que después de una breve introducción del objeto de la charla pasó a leer el texto de referencia.

 

 

      TEXTO DE REFERENCIA SOBRE PAZ O BELIGERANCIA

 

La Segunda Guerra Mundial,

han escrito multitud de poetas desde entonces, supuso para todos nosotros una inmersión en apnea en el mundo del terror.

 

La guerra es la narración repetida

de la Caída del Ángel, de la Caída de Adán, la evidencia de que el Edén es sólo un vestíbulo en el que no se puede permanecer para siempre.

 

Hay que penetrar en el ejército,

en la casa, en el palacio, en el templo, y descubrir que todas las habitaciones están decoradas con sangre.

 

Desde el lanzamiento

de dos bombas atómicas sobre el Japón –la tercera, por suerte, falló- el trabajo de muchos directores de cine no ha sido más que la recreación, a lo largo y ancho del planeta, de las más refinadas,

 

precisas y abrumadoras muestras de salvajismo

que la especie humana ha sido capaz de urdir y manifestar.

 

Y aunque siempre ha sido tentador

identificar las palabras futuro, progreso e Historia, lo cierto es que una mirada desmitificadora como la de muchos poetas, esa mirada sobre lo que se ha denominado

 

"la prosa orgánica del mundo",

el denominador común que anula todas las grandes y bellas palabras", demuestra que esta triple evocación, si no abiertamente falsa, resulta cuando menos, capciosa.

Desde 1945, año en que la esperanza

en un mundo mejor se vino abajo, España se ha vuelto aún más triste y su espíritu sólo se mantiene por la dominación –forma de continuar una guerra- principalmente de Catalunya, Baleares y Valencia, y también de Galicia, Euskadi y Canarias…

 

Los pueblos que una vez fueron grandes

y a los que la Historia convierte en pequeños recorren este proceso estremecidos por un sentimiento de culpa y bochorno. Y tardan décadas, si es que lo logran, en reponerse.

 

El orgullo es la categoría histórica

más tramposa que existe, la que conduce a la agresividad y al genocidio. Es la excusa perfecta para la eliminación de las culturas de los vencidos.

 

La historia la escriben los vencedores,

luego es mentira. Pero no es tan fácil acabar con las resistencias de un pueblo y una lengua. ¿Cómo resistir? ¿Pacíficamente?

 

Catalunya, Baleares, Valencia

son pueblos ocupados. El genocidio cultural es un hecho y la prohibición de una lengua, catalán, mallorquín y valenciano, se alarga en el tiempo; el expolio económico es cada vez mayor.

 

Pero ¿es lícito querer acabar

con esta situación con las armas en la mano?¿es nuestro caso semejante al de Vietnam?¿Es políticamente ético y conveniente usar la violencia?

 

¿No es más hábil una estrategia pacifista?

 

Durante treinta años

hemos vivido agazapados bajo los olivos y en los repliegues de las costas de nuestro mar, disfrazados de viento de la tarde, haciéndonos preguntas engañosas sobre la supervivencia de nuestro idioma y nuestra cultura;

 

leyendo en las hojas

de los almendros y membrillos, pintando algarrobos y granados, recogiendo con esmero las uvas y aceitunas que ellos despreciaban,

 

dibujando castillos en la arena,

pues un libro de Ramon Llull o Ausiàs March en nuestras manos se entendía bien pronto como una blasfemia contra ellos y su dios.

 

Durante esos años

hemos huido continuamente de las palabras amarillas de la ley porque nunca creímos en la letra muerta de los ácidos preceptos de la ley del embudo.

 

Ningún gobierno de un país invasor

emplea a sus fuerzas de ocupación para interrogar a los más sencillos, ni siquiera para buscar bajo la piel de los conformes; y, ya no digamos, para entrar en el sueño de los niños.

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Pocas veces había asistido a una discusión tan viva sobre la conveniencia de pelear con las ideas, con las actitudes, rechazando levantar armado el brazo derecho para que el enemigo pueda pararlo con el siniestro.

 

Nadie de los presentes se mostró hostil al pacifismo.

 

Al final de la discusión un pequeño número de asistentes se quedó charlando en el local. Tuve que invitarles a cenar para clausurar la discusión. Fuimos a la tasca "Cataluña" a que nos prepararan unos bocadillos de sobrasada y nos los comimos en la calle porque no cabíamos en el local.

 

Trini se me pegó literalmente como si fuera una fan de un cantante y esperó cargada de paciencia a que nos dejaran solos. Me dijo al oído que aquella noche quería estar conmigo.

 

Finalmente, pasada ya la medianoche, decidimos dejar el intercambio de opiniones para otro día. Trini detuvo con un gesto un taxi que circulaba despacio por el Passeig des Born y cogiéndome de la mano me introdujo en él.

 

Me llevó a Santa Ponça.

 

Durante el trayecto se negó a decirme a dónde me llevaba. Cuando el taxi paró frente a una pequeña casa frente al mar, aún no sabía que era la suya.

 

Entramos en el jardín abriendo la verja que chirrió ligeramente. En la planta baja había luz y se oía  música, probablemente de Vivaldi. Son mis padres que aún están despiertos –me aclaró Trini- porque no se van a dormir antes de mi regreso.

 

Me hizo subir, a oscuras, por una escalera lateral hacia el piso superior. A mitad de la escalera me abrazó y me besó en los labios. En aquel rincón el aire era húmedo y algo frío; noté cómo mi corazón volvía a latir con fuerza como si me hubiera besado Isabel.

 

Aquellos fríos escalones metálicos se pegaban a mis botines como la espesa humedad y en cada uno de ellos nos deteníamos y nos abrazábamos como si los besos no fueran infinitos en número.

 

Al abrir la puerta junto a la roca el aire cálido del interior recorrió mis coanas llevando a mi pecho otra vez la esperanza. De sus paredes parecían querer desprenderse los posters.

 

La estancia era una sala completamente diáfana en la que en un rincón había una cama individual amplia; en el rincón opuesto una mesa y una silla formando, con una polícroma lámpara Tiffany, un sencillo escritorio.

 

En el suelo una alfombra enorme con cuatro cojines parecía destinada a ofrecer un lugar donde escuchar música completamente estirados en el suelo. Allí, Trini me hizo estirarme y me dijo que siempre había soñado revolcarse con alguien como yo. Me pidió hacerlo sin quitarme el uniforme. Accedí.

 

Después de aquel revolcón se dirigió a un pequeño mueble y sacando de él los elementos precisos, preparó una sangría: el opio de Mallorca. Me la bebí de un solo trago como si una sed inextinguible de líquido y sexo se hubiera desatado en mi interior.
 
                                                                                                               Johann R. Bach
                                                                                                 johannboss@mail.com

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