20 ago 2012

CAP.3 de LAS PUERTAS DEL MONASTERIO (continuación)

                                   A LAS VOCES DEL CORO

 

Hay sitio en mí,

más aún, espacio

para vuestro dolor y las blasfemias

y también para vuestra alegría…

No, nada os impide

 

entrar en mi casa cuando brilla el sol

 

y mucho menos cuando ulula la tormenta…

sobre mi pecho podéis llorar y maldecir,

y más cerca del misterio reíros,

sí, reír y nada os impedirá marcharos

con vuestras voces.

 

Mi amor está aquí, vosotras vais pasando…

                                             Pierre Duval

 

Me deshice de mis ropas mojadas y me puse un pijama fucsia de Pierre. Decidida a acurrucarme en el cálido suelo de roble me ofreció un lugar en su cama con la promesa de sus ojos de no tocarme. Mirando al techo y con las lágrimas saliendo a borbotones intenté dar alguna explicación, pero las palabras se encallaban ante el nudo hecho de mi propia lengua. Pierre pareció comprenderlo y me instó con toda la dulzura que pudo a guardar silencio. Para distraerme y olvidar lo más rápidamente posible aquella horrible agresión, comencé a pensar en la nueva situación.

 

Hacía más de veinticinco años que no estaba con un hombre tan cerca. Sentía sus palpitaciones y de vez en cuando miraba de reojo y sus ojos situados encima de una multiplicada nariz como los de un pequeño dios vigilante de una iglesia de desesperados, me parecían aún más despiertos. Poco a poco su presencia junto a mí me fue calmando y en algún momento debí quedarme profundamente dormida.

 

Hacia las tres de la mañana me desperté. Sentía en mi pecho un miedo extraño y no pudiendo contenerme me giré hacia el cuerpo de Pierre y puse mi mano encima de su pecho. Sentí su corazón latir con fuerza, pero por cada uno sus latidos, el mío daba dos. Ya no recordaba cómo era el tacto de un vello tan distinto del mío. Sentí un cosquilleo en mi bajo vientre tan agradable que no pude evitar un ligero movimiento de lordosis. Ahogué el grito de la especie por miedo a despertar a Pierre. Me sorprendió muchísimo sentir  cómo aquellas punzadas me llenaron la boca de saliva y cómo aquel pecho masculino me tranquilizó inmediatamente.

 

Pierre no se despertó o si lo hizo simuló seguir durmiendo. Poco a poco retiré mi mano pero permanecí pegada a su brazo y me dormí otra vez. Al despertarme lo primero que sentí fue el aroma del café que Pierre había preparado. Sin moverme todavía, me negaba a abrir los ojos mientras recordaba que aquella sensación tan dulce pudo transformar una de las noches más desgraciadas en otra cosa bien distinta. Tenía la sensación de haber tocado las estrellas con mi mano.

 

Me voy a trabajar –me dijo Pierre-, volveré al mediodía. Llamaré a Simone. Puedes quedarte el tiempo que quieras. Estás en tu casa. Al dejarme sola me hallaba como flotando en una nube. No era mareo ni tristeza. Era una especie de asombro de todo lo que me estaba pasando, como si los hechos no hubieran sido reales. Mientras me tomaba el café husmeé toda la mañana, sin prisa, entre los libros de Pierre. En todos ellos había anotaciones y frases o palabras subrayadas. Abundaban los de poesía y los de historia, pero las novelas tenían un rincón propio, aunque tenían el aspecto de estar abandonadas desde hacía mucho.

 

Me sentí en aquel apartamento tan a gusto que dudaba de que tuviera cosas por hacer. Hasta las cuatro de la tarde no tenía que ir a hacer la limpieza de la escalera. No sentía hambre; sólo sed. Por suerte Simone se presentó hacia las doce. Me preguntó qué había pasado y yo le contesté escuetamente que mi cuñado me había echado de casa, pero le rogué que no me hiciera entrar en detalles por el momento.

 

Simone me hizo acompañarla a un recado y luego fuimos a comprar hamburguesas, ensaladas preparadas, vino tinto y manzanas, un paquete de café y azúcar. Cuando Pierre regresó puntualmente a las 14.00 h. todo estaba dispuesto en la mesa como si se tratara de un cumpleaños íntimo. Pierre nos besó con tres besos a cada una y con la sonrisa de que el mundo es el mejor de los mundos nos apremió a comer. En el aire había algo de extraordinario y casi me olvido de la terrible discusión con mi cuñado.

 

Durante toda la comida se habló de cosas cotidianas, como si los tres hubiéramos hecho un pacto de silencio sobre nuestros propios problemas. Ciertamente en aquellos momentos todo ocurría como si tres buenos amigos se hubieran reunido para celebrar algo positivo y alegre. En cualquier caso esa buena predisposición me calmaba y en el fondo de mi corazón les agradecía todo aquello. Al final de la comida Simone me prometió buscar una habitación para mí, que iría a buscar mis cosas a casa de mi hermana, la tranquilizaría si ello era posible y que en cuanto pudiera, hablaría con las compañeras del coro.

 

Cada uno partió a su trabajo. Limpié la escalera a fondo, con una presteza inusitada. Ese trabajo mecánico me ayudaba a contener todo un mundo que amenazaba con brotar de mi pecho. Cuando llegué al apartamento de Pierre, Simone ya me había traído mis cosas: dos maletas en total. Aprovechando que Pierre aún no había llegado le expliqué la pelea que tuve con mi cuñado y cómo al huir, mientras los chicos intentaban interponerse para evitar una de esas peleas que ya conocían cómo acababan, me libré de una agresión de consecuencias desconocidas para mí.

 

No pude tampoco ocultarle lo que pasó por la noche durmiendo con Pierre a pesar de que Simone me repitió una y otra vez que no era necesario que yo le diera explicaciones, pero me escuchó pacientemente. ¡Bravo! ¡Bienvenida al club! Todas estamos enamoradas de ese maravilloso muchacho. Es el hombre ideal para cualquier mujer y por eso mismo, inalcanzable. Es el verdadero amor de todas las del coro. Cuanto más sepas de él, cuanto más contacto tengas con él más te enamorarás.

 

Yo no comprendía bien aquellas palabras, pero realmente me tranquilizaban porque Simone pareció no sólo no tomárselo a mal, sino que pareció encantada al saber que Pierre me caía bien. No soy nadie –me dijo- para decirte lo que debes hacer con tu vida, pero si eres amiga de Pierre, lo serás también de todas nosotras. Ya te irás dando cuenta que su empatía llega a impregnar el cielo.

 

Cuando llegó Pierre sentí que evidentemente su alegría era contagiosa. Cenamos pronto una simple tortilla francesa con una sopa y por recomendación de Simone nos bebimos dos botellas de Côtes du Rhône. Estuvimos charlando hasta las once.  A pesar de que no fue mucha cantidad, yo me encontraba flotando entre dos amigos y sin darme cuenta nos encontramos los tres en la cama. Simone se sentó sobre mi espalda y me hizo un masaje en los hombros y en el cuero cabelludo.

 

Por el rabillo del ojo vi cómo Pierre se desnudaba y se ponía el pijama. Me gustó verlo desnudo: era como un Apolo, musculado y sin un gramo de grasa. Simone me desnudó a mí. Me sentí observada y un gran placer corrió por mi bajo vientre. Me puso el pijama y sentí cómo se acostaban junto a mí. Uno a cada lado y después de sus cálidos besos de buenas noches entré en el sueño más tranquilo que haya tenido jamás. Me sentí protegida por primera vez en mi vida.

 

Me desperté abrazada a Pierre mientras que una mano de Simone descansaba sobre mi hombro. La cama parecía aún muy ancha para los tres. Retiré mi abrazo a Pierre con suavidad y me giré dándole la cara a Simone. Mis labios casi rozaban los suyos y la besé. No fue un beso fingido como los del Monasterio, puse en sus labios toda la  pasión acumulada durante toda la noche. Ella se despertó y me besó a su vez, deslizando sus dedos por encima de mi sien. Se levantó y fue a preparar el café. Mientras se calentaba el café la abracé. Junto a la cafetera la volví a besar. Eran besos desconocidos, voluntarios y libres.

 

La subida del café despertó a Pierre que saltó de la cama y se desnudó ante nosotras sin ningún reparo. Entró en la ducha mientras Simone y yo sonreíamos. Después de tomar el café Pierre salió disparado porque llegaba tarde al taller. Simone y yo, al quedarnos solas preparamos un almuerzo de aquellos expresamente largos para poder charlar.

 

Anne

 

Cierta noche cenamos en Châtelet Simone, Felisa, Anne y yo. Lo pasamos en grande, bien cotilleando, bien explicando chistes de todos los colores. Simone y Felisa se fueron en su auto antes que nosotras. A pesar de la lluvia Anne y yo decidimos ir paseando por la Rive Droite hacia la Porte de Charenton. Bajo el paraguas, abrazadas, caminábamos pensando cada una en ese momento en que nada importa excepto el respirar el aire de la noche y sentir un corazón gemelo dispuesto a amar y ser amado.

 

Simone me había explicado que Anne fue violada y desde entonces no ha vuelto a tratar con hombres excepto con Pierre. No los soporta ni para charlar. El olor de los hombres –le contó en una ocasión- le producía náuseas. Sólo los masajes de Pierre le hacían olvidar su odio al sexo masculino. Cuando llegamos a su apartamento en Charenton-le-pont me invitó a quedarme a dormir. Acepté encantada. Llamé a Pierre y le dije que no me esperara.

 

El apartamento de Anne era aún más pequeño que el de Pierre. Era prácticamente una habitación con ducha y lavabo. Las letrinas se hallaban afuera en el pasillo y eran comunes. Tenía un armario lleno hasta el techo de cosas, la cama era muy elevada; debajo tenía varios contenedores cargados de libros. Una mesa de escritorio, llena de libros amontonados demostraban un cierto descuido propio de las personas solitarias.

 

Se desnudó y se metió en la cama y me invitó a hacer lo mismo. Yo conocía bien esas circunstancias, habituales en el Monasterio, pero no más que en otros colectivos donde la abstinencia sexual es muy fuerte como entre marineros. Hice lo que me indicaba. Me cedió el sitio del rincón, junto a la pared. Una pregunta intentaba una y otra vez salir de mi pecho: saber si había hecho el amor con Pierre. Finalmente se lo pregunté. Se asombró muchísimo diciéndome:

 

¿Te acuestas con él y aún no has descubierto que es impotente?  ¿Cómo es posible? Pierre tuvo un accidente y desde entonces no tiene erecciones –continuó explicándome-, pero el carácter también le cambió. Su libido se volvió inagotable, su deseo de almas femeninas era tan fuerte como la apetencia de sus cuerpos.

 

Con una naturalidad propia de un ser extraordinario, de un ser que conoce a fondo nuestras necesidades, nos masajea a todas y nos trata como a princesas, a veces llega hasta saciarnos con su lengua. Es como una compañera atenta, dotado de una amabilidad amatoria sin límites. A veces, como un confesor nos escucha –sabe hacerlo- y apacigua nuestra ansiedad y elimina nuestras agresividades, odios o celos. Pierre es como una institución a la que todas nos hemos entregado.

 

Aquella noche fue larguísima. De vez en cuando me despertaba y comprobaba que los brazos que rodeaban mi cuerpo eran como de plata femenina: frescos y delicados, necesitados de un corazón caliente como el mío, pero en aquellos momentos no pude sacarme de la cabeza esa característica de Pierre. Las palabras de Simone advirtiéndome retumbaban en mi cabeza: "Cuanto más sepas de él, cuanto más contacto tengas con él más te enamorarás".

 

Ardía en deseos de volver a ver a Pierre. Madrugué y fui al bar de siempre a tomar el café para verle los ojos, su sonrisa, su moderado buen humor y cuanto más pensaba en él más me encendía. Simone tenía razón. Cuando llegó al bar, hacía ya cinco minutos que yo estaba allí. Se sorprendió de verme, pero como de costumbre me besó tiernamente.

 

La conversación giró alrededor del empleo parcial que Anne me había encontrado en la cocina de un restaurant, del apartamento que me habían prometido que estaría libre a principios de mes, y, que todas las chicas se portaban muy bien conmigo. Nos despedimos con la natural intención de comer al mediodía él, Simone y yo; y, quizá también vendría Felisa.

 

A las 14.00 h. en punto Pierre apareció con su habitual apetito. Simone, Felisa y yo teníamos a punto la mesa. ¡Esto ya tiene toda la pinta de una fiesta! –exclamó Pierre-. En efecto, celebramos que Sylvia tiene trabajo y ya se ha firmado el contrato de alquiler de su apartamento –dijo Simone-; hemos tenido que avalarle Felisa y yo, pero por 650 € al mes resolveremos un problema de espacio. Fue una comida alegre como otras y con el entusiasmo propio de la situación. Simone y Felisa me regalaron una agenda y un teléfono móvil de última generación. Pierre me dio un libro de Sartre: "El Muro". Me sentí feliz.

 

Por la tarde, mientras limpiaba la escalera mi corazón se aceleraba impaciente, soñando por momentos con una noche de amor junto a Pierre y por momentos se alzaba en mi cabeza el sentimiento de otra realidad menos romántica. Cuando llegó Pierre al apartamento yo estaba temblando como un flan. Él lo notó de inmediato y trató de calmarme, pero no fue hasta el momento de ir a la cama cuando él se desnudó y me desnudó lentamente. Me besó durante toda la noche como nunca un hombre me había besado. Fue una noche de amor como había soñado aunque en algún momento mi mano comprobó la flacidez de sus genitales como me había apuntado Anne.

 

Las tres noches que aún dormí con Pierre antes de trasladarme a mi nuevo hogar fueron de una ternura maravillosa. No cruzamos ni una palabra sobre nosotros, ni sobre el futuro, ni sobre sueños posibles. Los dos sabíamos cuál era la situación y fue entonces que comprendí que también Pierre había cruzado las puertas de su propio Monasterio. Me había enamorado de él como las demás y me agradaba ese cosquilleo en mi alma y el revoloteo de mariposas en el vientre. 

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