22 dic 2013

Sorprendí a mi institutriz desnuda sentada en aquella minúscula bañera

   EL DESCUBRIMIENTO DEL BIDET

 

Aquel verano de 1.95…,

con once años cumplidos mis padres me enviaron a París. Querían que aprendiera algo de francés antes de comenzar el segundo curso de bachillerato en el que comenzaría una nueva asignatura: el idioma de Victor Hugo.

 

Tuve el privilegio de ser contagiada

por la locura de otro idioma –el tercero-, por la manía de saborear la cocina sofisticada y por el refinamiento cultural. Esa enfermedad se volvería crónica en los años siguientes.

 

Vi el Sena. Sus puentes me embriagaban

porque yo era una niña rústica nacida frente a un mar bravo y bajo los auspicios de un viento atroz: La Tramontana.

 

La dulzura con la que discurrían

las aguas de un rio me llenaba mis oídos de una música distinta del oleaje al batir las rocas.

 

Aquel verano descubrí

una extraña bañera para muñecas que los franceses denominaban bidet, con un pequeño grifo en el centro que pronto descubriría en él otros juegos de agua más excitantes.

 

Una noche sorprendí a mi institutriz desnuda

sentada en aquella minúscula bañera. No se sorprendió al verme mientras que, por el contrario, yo sentía la sangre en mis mejillas y en mis sienes los latidos se agolpaban sin espera.

 

De mis tímidos labios surgió una pregunta

como surgida de un robot: ¿Qué haces en esa bañera? En mi pueblo las bañeras son más grandes. Se echó a reír. Me explicó todo hasta el último detalle.

 

A partir de aquel día

me lavaba todos los días en el bidet. Descubrir aquel placer me hizo cambiar el carácter.

 

Cuando volví al pueblo

mi refinamiento había crecido tan espectacularmente como el vello en mi pubis.
 
                                                    Johann R. Bach

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