UN MARZO EN CADAQUÉS
De vez en cuando, aún en tiempo frío,
el sol y el mar hacían las paces en la orilla de la tarde, el aroma de las cebollas asadas se confundía con el olor del carbón
y las flores de los almendros marceaban.
Como algo muy familiar
las sardinas envueltas entre vaho, mujeres y transparencias de un aire tostado a fuego lento la tarde avanzaba como tu niñez.
Cerca de allí los remos se hundían
en el agua poco profunda y cristalina
con la tozuda insistencia de tus hermanos y ante la mirada asombrada de una mujer extranjera que tomaba el sol casi desnuda a pesar de la fría brisa.
Otras chicas jóvenes
jugaban a salpicar la piel de las piernas de niños de pantalón corto y bufanda. Todos reían como pétalos de menta en su cabello o el tomillo sobre las ascuas.
De vez en cuando alguna mujer
se giraba y su mirada buscaba ofrecer las humeantes quemaduras del maíz; sujetadas en una mano mientras la otra seguía ventando el carbón y la leña aún húmeda.
Alguna otra acariciaba la ventisca
con la cara tiznada y las manos tendidas al sol pulsando la levedad que abría sus yemas y los dedos rozando la suavidad a flor de labios
El sol ardía en cada llama
y alimentaba los gestos de la hoguera, la columna espiral y evanescente
que se elevaba, se quebraba o se confundía con las voces del aire, con sus voces.
Hablaban todas el mismo idioma,
un lenguaje que cantaba junto al fuego
la historia de las rocas y del bosque bajo, del sabor del maíz, del vino dulce, -de alta graduación de laderas frías- fermentado en vasijas de obsidiana idénticas al sol de su alegría.
Johann R. Bach
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