17 jun 2013

Dibujé en un taburete de madera la idea de la banda de Moebius

        FILOSOFÍA  DE  LA  PASIÓN

 

Yo, Tulia Martínez Folch

una desconocida licenciada en Filosofía y Letras, hermana de Sylvia,

me rompí los cuernos corrigiendo galeradas de enciclopedias para ganar algo de dinero.

 

Mientras vivía con mi hermana

y otras tres estudiantes más en el Carrer del Carme, frente a la antigua biblioteca leía y leía para olvidarme del frío que se instalaba en mis tuétanos.

 

Dibujé en aquellos días

en la superficie pulida de un taburete de madera la idea de la banda de Moebius: cada vez que me sentaba en él sentía crecer el vello de mi pubis.

 

Sí, sí. No era lo mismo

que reinventar la sopa de ajo, pero mientras pensaba en eso me frotaba las manos y así combatía el helor que penetraba por unos vidrios más delgados que un plano imaginario.

 

Los problemas clásicos de la filosofía

-el espacio, el tiempo, la muerte…- me importaban un pimiento. Me importaba la amistad, el amor, el sexo, la santidad, pero esas cosas no estaban en el dominio de la facultad.

 

Cuando algo me hacía gracia

mi pecho estallaba de gozo neurasténico y de mi garganta salía una brutal carcajada inevitable, que resonaba en las aulas como un grito de guerra. La mirada de todos parecía censurarme.

 

No quise inventar

otro concepto del ser porque no quise hacer el ridículo como los demás compañeros. Bastante ridícula me sentía ya después de aquellas bestiales carcajadas que se me escapaban de vez en cuando.

 

Esa palabra –el ser-

me parecía dura, incolora e inodora y al oírla mis manos se agitaban incomprensiblemente. Era como una estridente alarma, como el chasquido al pisotear hormigas.

 

Cuando se hablaba de la muerte

yo pensaba en la piedra filosofal y en el derrumbamiento del sol y miraba la expresión de los compañeros. Ni se inmutaban. Nadie lloraría por nosotros como filósofos muertos.

 

Tardé años en comprender

que hiciéramos lo que hiciéramos el espacio no se diluiría ni en agua ni en alcohol; y, el tiempo no se detendría en su enloquecida carrera.

 

Nadie pudo jamás explicarme

por qué la experiencia erótica nos obliga al silencio; por qué nos aleja del resto de la sociedad y nos deja en la soledad.

 

No ocurre así con una experiencia

que es tal vez cercana, la de la santidad que nos aproxima a los demás hombres.

 

¿Es posible amar

sin haber enloquecido previamente? ¿Es posible la santidad sin la locura de renunciar a tus propios deseos? Y finalmente ¿es posible alguna de esas opciones sin apasionamiento?

 

O es la filosofía la suma

de los posibles, en el sentido de una operación sintética, o no es nada.

 

Esa proposición anodina

exenta de apasionamiento de la filosofía oficial de la facultad es propia de una sociedad de ancianos y por lo tanto inadmisible para mí.

 

Por esas razones

y en lo referente al triángulo sagrado

-santidad y amistad, sexo y amor, actividad filosófica-, me vi obligada a declararme autodidacta.

 

No es cierto que los duendes

sólo crecen en el bosque. A mí me visitaban a menudo. Conozco muy bien su olor peculiar y también puedo asegurar que la mayoría de ellos no tiene la barba blanca.

 

Tampoco es cierto

que aparecen de uno en uno. A veces tardan algunas semanas en aparecer, pero a menudo se presentan a puñados.

 

Cuando tocaban a mi puerta

en tropel les daba, para acogerlos como se merecían, una fecha apuntada en un billete de metro. En más de una ocasión atendí a uno por la mañana y otro por la tarde.

 

Muchas compañeras de la facultad

decían que si fuera posible coger un buen puñado de esos juguetones duendecillos, dejarlos secar y colgarlos en los árboles, tal vez tendríamos paz.

 

Es posible que sean –ellas- demasiado exigentes.

 

                                                                                          Tulia M. Folch

 

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