EL EMBRUJO DE LAS PIERNAS DE PATRICIA
Iñaki –compañero del hospital, traumatólogo-
se quejaba de una cierta desafección de los miembros de una pandilla de profesores de español en aquel París en el que reinaba el frío cálculo económico del Ministro Raymond Barre.
Tenía la impresión
que los susodichos profesores sólo le llamaban cuando tenían alguna afección gripal o una indigestión.
La verdad es que Iñaki era un poco soso,
hablaba casi exclusivamente de temas culturales, pero era una bellísima persona: en el trato, educado; en las costumbres, moderado; de carácter, tímido.
Aquel grupete de españoles
se había propuesto conocer la idiosincrasia de los pequeños pueblos de Normandía y nos proponían a Iñaki y a mí a que nos uniéramos a ellos en esa "divertida distracción".
Realmente nos invitaban
porque necesitaban nuestros descapotables coches –dos Citroën 2CV- pues ellos sólo disponían de un Renault 5.
Un fin de semana
en el que tanto Iñaki como yo librábamos emprendimos la marcha los tres vehículos con cinco pasajero en cada uno hacia el Mont Saint Michel lugar donde se suponía se hallaba el centro del misterio.
Llegamos a Cabourg casi de noche.
Escogimos para dormir
el primer camping que encontramos. La oscuridad se hizo total en pocos minutos y casi no nos dio tiempo de montar la enorme tienda de campaña cuando empezó a llover.
La humedad nos calaba hasta los huesos
y los sacos de dormir que llevábamos se parecían mucho a una sabana con cremallera. Resultado: no pegamos ojo en toda la noche.
Al día siguiente llegamos
a la Abadía del Mont Saint Michel.
La marea estaba bajando
y casi no se veía el mar. Recorrimos la única calle que conducía a los altos amurallados y allí se le ocurrió a Iñaki guardar un minuto de silencio. Se rieron de él.
Cuando empezaron a husmear
en aquellas tiendas llenas de quincalla me fui a pasear por la playa. Iñaki me acompañó.
El viento había amainado
y como si surgiera el calor de debajo de la tierra me quité los zapatos y los pantalones y caminé entre los pequeños estanques de agua que había dejado la marea.
El olor del mar
–el mismo que me había visto nacer- me hizo reflexionar:
"Si me aflijo es cosa mía
como los sentimientos por esas cosas simples que, como dicen, hemos superado; y, sin embargo todavía me aflijo porque tampoco yo me he vuelto (como quería)
igual a la hierba que oí brotar
una noche junto a los pinos de la playa de las Islas Cíes; porque no seguí al mar otra noche mientras se retraían las aguas
bebiéndose despacio su propia amargura
y no comprendí
mientras palpaba las algas húmedas cuánto honor queda en las palmas de las manos de los hombres".
¡Patricia! ¡Vamos a los coches!
Oí la voz de Iñaki como si estuviera muy lejos. Mientras me ponía los pantalones y me calzaba me musitó casi al oído. "Tienes unas piernas preciosas".
No dije nada,
pero el milagro se había producido. Durante dos años de duro trabajo en el hospital junto a él… ¡y nunca se había fijado en mí!.
De vuelta hacia París
paramos en un pueblecito con la intención de tomar un café, pero justo en el momento de entrar en un bar en el que la terraza estaba atestada de gente bajo un toldo con protecciones de plástico, se apagaron las luces de todo el pueblo.
Volvimos a los coches
y en el preciso momento que íbamos a continuar nuestra ruta la luz volvió a las calles y al bar. Bajamos otra vez de los coches con la intención de ir al bar cuando las luces volvieron a apagarse.
Subimos de nuevo a los autos
y sorprendentemente la luz volvió al pueblo. Alguien dijo que eso era una señal de que no debíamos entrar en aquel bar.
Repetimos la operación de subir
y bajar de los autos una decena de veces y el fenómeno de las luces se reprodujo en cada una de ellas.
El miedo cundió
entre aquellos que por ser universitarios estaban libres de alucinaciones o de fenómenos paranormales. Decidimos partir sin demora hacia París.
Al llegar al apartamento de Iñaki
todos querían comentar aquel suceso y quisieron tomar una última copa.
Iñaki ocupaba una especie de loft
en el que abundaban los espacios libres y los escasos muebles eran antiguos, pero bien conservados.
Nos sentamos todos
alrededor de una enorme mesa redonda. Sólo empezar a comentar los hechos una jarra de vidrio que se hallaba junto al carillón estalló en mil añicos.
Dos segundos después
otro vaso estalló en la cocina.
¡Iñaki! ¡Estás embrujado!
Se fueron todos a la carrera. En efecto, el embrujo de Iñaki me había alcanzado a mí también.
Aquella fue la noche
más maravillosa de mi vida.
Johann R. Bach
No hay comentarios:
Publicar un comentario