8 sept 2012

RECUERDOS SOBRE UN RELOJ DE BOLSILLO OLVIDADO

                                 EL RELOJ DE LOS MÍNIMOS

 

Convaleciente aún,

Era inimaginable que una niña como tú pudiera preguntarse con desdén si aquel santurrón hipofóbico con su túnica marrón y una cuerda sobre su abultada cintura bajaba de verdad al hormiguero del barrio sólo para mendigar sus propios huesos…

 

Todo empezó

cuando tu madre encontró un bonito reloj de bolsillo paseando por la Plaça Maragall sobre un banco de la parada final del tranvía 37. Tu madre ignorando qué es una "res derelicta" creyó que lo más conveniente era depositarlo en la iglesia de los Padres Mínimos, curiosamente situada en la calle del Olvido.

 

Aquel fraile italiano

recogió aquella pequeña joya de reloj y dijo que indagaría acerca de quien pudiera ser el propietario. En aquella primera visita le viste una caída de párpados detrás de sus enormes gafas que no podías saber si era de sueño o de indiferencia.

 

Evidentemente para ti

ese signo no era benevolencia. El fraile visitó vuestra casa durante algún tiempo bajo la excusa de su "pastoreo", pero tú, niña pero no tonta le sorprendiste en varias ocasiones mirando lascivamente el trasero de tu madre.

 

Ella, ajena a los pensamientos del fraile

sólo se preocupaba de realizar su milagro cotidiano de daros algo que llevar a la boca y en ello ponía todo su amor a vosotros  como una golondrina lo hace con sus polluelos.

 

Y aún se excusaba:

"Precisamente hoy no se me ha dado bien la cocina, la sopa es pura hiel y el pescado sabe a barro, la tarta de manzana (era el postre de los domingos) está costrosa, veis hijos, de hecho no sé ni siquiera cocinar… Se adelantaba a servir un dedo de vino diluido en un vaso de gaseosa…

 

Tú, entonces le mirabas las manos;

Ignorabas, viendo su belleza, qué era envejecer. Eran manos humildes, limpias, carnosas y sin venas ni manchas café. No eran manos para caer bajo las túnicas de la orden de los "mínimos".

 

El fraile fue desapareciendo

de vuestras vidas y cuando fuiste ya un poco mayor, los domingos ibas de paseo por la Plaça Maragall y asistías a la misa de los mínimos pero no por fervor religioso, sino como una ocasión semanal de ser vista y deseada.

 

Te colocabas en los últimos bancos

donde los chicos, desde las columnas laterales pudieran ver tus manos de marfil, leves, como habitadas por la tentación de las alas, y que fieles a todo lo temporal hay que ahuecar como a una almohada bajo la cabeza de un hijo.

                                                                    Elisa R. Bach

 

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