16 mar 2014

Me avergoncé un poco de mí misma: naturalmente no podía echarle la culpa al burdeos

AMOR DE OFICINA

              

Cuando entré a trabajar en la editorial

no todo me pareció aceptable: insuficiente el sueldo, el horario lato, los compañeros extremadamente aplicados en sus tareas aunque sosos en el trato.

 

Tras haberla estado viendo

en el curso de once meses y haber hablado con ella brevemente, siempre con el mismo signo en mi interior,

 

he llegado a reconocer

cuándo presta una atención especial, o cuando se le tensa momentáneamente el pecho y manifiesta

 

una especie de paradójica excitación no sexual

que, por lo general, acaba provocándome, al cabo de un momento, una sensación de pérdida,

 

un atisbo de mi propia vida

quizá desperdiciada, o, más probablemente, del carácter resistente de la vida en sí misma al negarse a desarrollarse como debería…

 

Mientras me hallaba en la cena

Del cumpleaños de Mariana –jefa de la sección de galeradas-  comprendí por qué, en definitiva, vale la pena soportar un trabajo mal pagado y la vida social con los compañeros.

 

Ella –llamémosla Mariana-,

no llevaba maquillaje, no lucía joyas y había llegado, como habitualmente, sin estar vestida para la ocasión:

 

con un atavío de lo más sencillo,

el pelo sujeto con horquillas, peinado casi de cualquier manera, como si se lo hubiera recogido en el último momento para una cena a la que la ha arrastrado su marido (desconocido hasta entonces por mí) y no la empresa.

 

Lo primero que me llamó la atención

nada más verla por primera vez en el trabajo fue su semblante distraído y sereno, como si estuviera pensando en otra cosa o se hallara en otra parte, lejos de ese distinguido ambiente.

 

Como no exigía atención

–y como detalle poco femenino-, podía llegar a parecer algo vulgar entre las mujeres de bandera que la rodeaban.

 

Sin embargo,

era siempre objeto de admiración –difícil de disimular- de todos los compañeros de la sección.

 

Poseía una figura esbelta, de talle largo.

Pómulos delicados y ojos castaños. La boca generosa, su piel, de una uniforme palidez color aceitunado, inmaculada, parecía extenderse sobre su cara conformando un espacio lumínico.

 

Aquella uniformidad germánica,

sobre todo en la frente sin arrugas, bajo la línea de una cabellera sin entradas, quizá podría explicar, al menos en parte, esa permanente serenidad que siempre me transmitió.

 

Asintió, sonrió, me miró clara

y directamente a los ojos, y ocupó su lugar en la mesa, frente a mí, con aquella calma imperturbable que tanto me atraía.

 

Las cosas fueron bien durante la cena:

“Permítanme que le haga los honores a Mariana…” Pronuncié las palabras que tenía preparadas para la ocasión de manera automática y con un aplomo que me asombró a mí misma.

 

Ella se mostró receptiva

y agradeció el detalle con su forma de hacer sosegada. Tras mi tercera copa de burdeos, al amparo de las conversaciones que nos rodeaban, me dije que debía arriesgarme.

 

Así que le dije que me gustaba.

 

Mi confesión

le provocó una alegría agradecida y evasiva. Pero a continuación el color llenó sus mejillas, dejó de reír y miró a su marido por un instante, que estaba sentado en la mesa de al lado.

 

Cogió el tenedor

y con la vista baja se concentró en la cena aunque el vino ya se había decantado a mi favor.

 

Como solía ocurrir,

se había abierto fortuitamente el botón superior de su blusa, siempre flojo. Estaba claro que no llevaba nada debajo. Sin embargo, me resultó imposible imaginarla teniendo una aventura, y

 

me entró una cierta tristeza,

incluso me avergoncé un poco de mí misma: naturalmente no podía echarle la culta al burdeos.

 

Me pregunté con amargura

si ella consideraba la naturaleza moral de los hombres que la rodeaban como una ley inamovible superior a la de las mujeres.

 

Justo antes de servir los postres,

se les indicó a las mujeres que consultaran el reverso de las tarjetas donde figuraba su nombre y se cambiaran de mesa.

 

Me senté junto a una periodista

encargada de leer la prensa diaria y seguir la publicidad de nuestros libros editados.

 

Expresaba contundentemente opiniones políticas

en la cena pero nunca en las pantallas de televisión. Yo no podía escucharla y me sentía un poco borracha y desgraciada…

 

Volí la vista y divisé… a Mariana…

que me miraba con una solemne intensidad que lindaba con la cólera. Entonces comprendí que después de la cena aceptaría tomar una copa conmigo.

                                                       Johann R. Bach

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