EL REGRESO DEL ASTRONAUTA
Parece que fue ayer,
cuando a los talleres de reparación del calzado se les llamaba “rápidos” y los escolares aprendían de memoria la tabla de multiplicar.
Como en un tiempo
en que los amaneceres negros y lluviosos no eran una escena soñada aunque en ellos se solapaban sueños anteriores,
una infancia remota crecía
en las calles secundarias con cunetas de estancada oscuridad donde los hombres respiraban algo más que aire: un irrespirable lodo.
Parece que fue ayer,
cuando el rojo autobús FH, decorado con la publicidad de las “Pinturas Serving Williams”, entraba en la Calle Amilcar y cambiaba de sentido en la Plaza Catalana y
bajo la mirada atrás
hacia la excavada oscuridad de un desagüe por donde, en la desembocadura, una ancha vía cloacal brillaba con la alegre velocidad y movimiento de la vida iluminada por el sol al parar de llover.
Pero alrededor todo estaba en descomposición;
y los trabajadores de la granja eran aquellas escamosas, fosforescentes criaturas que la penumbra y la putrefacción de los excrementos de las gallinas engendraban.
Hombrecillos, mal enfundados en sus monos azules
y honesta pobreza se apresuraban por la acera, airosos, para no perder el autobús.
Había una delgada capa de lodo
sobre sus vulcanizadas botas “Chiruca”.
Luego estaban los ojos de las mujeres trabajadoras
de aquella granja ataludada hacia la avenida principal -“Virgen de Montserrat”-
con su fuerte brillo que sólo era superficial.
Ellas miraban con perspicacia, pero de un modo vidrioso y superficial a causa de sus cortas noches,
captando de los objetos
que las rodeaban no más que la huella del atardecer de aquellas oscuras y estrechas calles
donde yo una vez viví en sus márgenes.
Johann R. Bach
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