EN LOS JARDINES DEL EDÉN
Comencé esta vez el Camino de Santiago
en el tramo de Sant Pere de Rodes, donde toma el nombre de Camí de Sant Jaume.
Como salí ya muy tarde,
cuando el sol ya se había puesto anduve sólo unos pocos kilómetros. Delante de mí iba un grupo de unos diez peregrinos que a juzgar por las banderitas eran italianos.
Poco a poco una de aquellas siluetas
se fue retrasando más y más hasta llegar a mi altura. Yo no tenía ganas de compañía y me dispuse a pasar la noche en un recodo del camino.
Aquel peregrino me dirigió la palabra en italiano
Pidiendo caminar conmigo un tramo del Camino. No quise ser descortés y estuve conversando con él.
Al poco me apercibí de sus furiosos gestos,
de su comportamiento enajenado, ya que al hablar italiano suponía que yo no podía entender sus groserías.
Por tres veces le dije
que no deseaba continuar la conversación, reanudé el paso con una ligereza que me asombraba a mí mismo. Pronto aquel ser extraño quedó rezagado y le perdí el rastro.
Sin embargo,
su presencia me había impresionado más de lo que yo hubiera deseado. Me aparté del camino y esperé oculto entre el silencio de los almendros ya en flor.
Metido en mi saco de dormir
y medio dormido tuve como una visión de una luz tenue como la de la luna llena pero diferente.
Vi cómo el Camino proseguía
hasta llegar a los confines del Edén, en donde un deleitoso Paraíso, ahora más cercano,
coronaba con su verde vallado
como un rural baluarte la planicie de un erial escarpado, cuyos bordes hirsutos de crecidas zarzamoras y espesa salvajez, negaban la entrada;
en la cima crecía insuperable una umbría
de gran elevación, pinos, abetos y otras clases de coníferas, un bucólico escenario,
y a medida que sus ramas subían
superpuestas como los árboles de Navidad, de sombra sobre sombra, se ofrecía un boscoso anfiteatro de majestuoso panorama.
Con todo, por encima de sus copas
surgían los muros del Paraíso de verdor llenos, que ofrecían -a aquellos que tenían la dicha de haber podido entrar-
una amplia perspectiva
de los alrededores de su imperio.
Y más alto todavía que aquel muro
se veía una hilera circular de los mejores árboles, cargados de los más bellos frutos,
flores ornamentales y
frutos a un tiempo de doradas tintas, mezcla esmaltada de alegres y diversos colores; en los que
el risueño sol imprimía sus rayos
con más gusto que sobre una nube de una hermosa tarde, o sobre el arco iris cuando Dios ha rociado la tierra con la lluvia;
tan hermoso el paisaje parecía.
Y a medida que a él mi alma
se iba acercando con un aire más puso me encontraba, que inspiraba gozo en el corazón y
un deleite primaveral
capaz de desterrar toda tristeza menos la desesperación; las suaves brisas, abanicando sus fragantes alas, difundían perfumes naturales de lavanda e hinojo,
y susurraban donde habían hurtado
aquellos tan balsámicos trofeos.
De pronto desperté.
Una silueta de luz se fue alejando de mí y a pesar de mi aturdimiento no dudé de que
fue el Arcángel Uriel
el que apartó de mi camino a Lucifer y además me había permitido aquella visión de uno de los Jardines del Edén.
Johann R. Bach
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