UNA APENDICITIS AGUDA
Cuando llegué a este planeta
me desternillaba de risa cuando oía esas historias de críticos que mordían monedas para comprobar si eran de buena ley.
Sin embargo tuve que aprender a
barnizar las palabras con mi propia saliva.
Prematuramente me apunté voluntario,
a combatir el dolor como el enemigo a batir y a socorrer a cualquiera que sufriera.
Eran tiempos de escasez
en los que los estudiantes de medicina robaban huesos en los cementerios y montaban
rudimentarias tiendas de campaña
en las que se socorría a heridos voluntarios, se hacían emplastos de azúcar para cicatrizar heridas infectadas.
El coñac servía de alcohol
y jirones de sábanas viejas lavados con agua de tomillo servían como vendas y gasas.
Con el esparadrapo
se fabricaban, mediante hábiles recortes, una especie de grapas para ayudar a suturar.
Como antiséptico
se usaba con profusión el ajo, el grafito extraído de las minas de los lápices se aplicaba en las heridas para evitar la cicatrización queloide, etc etc.
En esas condiciones
cierta mañana acudió un muchacho de unos diecisiete años a la tienda de los médicos en plena montaña de El Carmelo aquejado de grandes dolores abdominales.
Mi hermano
que al parecer ya tenía algo de experiencia entre aquella desdichada población de barraquistas –algo parecido a las favelas de Rio- diagnosticó certeramente –a la vista de los síntomas que presentaba el enfermo- como apendicitis aguda.
Me dijo que si me atrevía a operarlo.
Los estudiantes avanzados me irían indicando cómo proceder. Contesté resueltamente que sí.
Fue así que bajo sus indicaciones
hice mi primera incisión en el vientre de un muchacho que tan sólo tendría dos o tres años más que yo. Saqué con mis propios dedos –sin guantes- aquella pequeña “tripita”
coloqué por debajo de la zona negra –necrosada-
un clip de esos que usaban las mujeres para sujetarse el moño, corté aquella porción putrefacta, cosí con aguja e hilo por debajo de la sujeción
introduje en su alojamiento
lo que quedaba del apéndice y procedí a coser la herida externa.
Con un vendaje que ellos llamaban “T”
coloqué sobre la herida un emplasto de azúcar para lograr una buena cicatrización.
Lo llevaron a su casa
en una rudimentaria camilla y le dieron un frasco lleno de pastillas blancas –sulfamidas- único remedio del que se disponía como antitérmico y antiinflamatorio.
Durante tres noches dormí
con grandes pesadillas. Me temblaba la barbilla y no tenía ganas de hablar con nadie.
No me sentía especialmente orgulloso
de mi hazaña. Recé para que aquel muchacho se restableciera. Mis hermanos se reían de mis escrúpulos.
Tres semanas más tarde,
como una broma pesada de esas que se hacen en las facultades de medicina mi hermano me dijo que aquella persona no murió.
Fui preguntando por Fernando
entre las barracas y di con él. Caminaba como si nada hubiera pasado nunca. Le pregunté cómo se encontraba y con gran sorpresa me dijo que aquello no fue nada y me trató casi como un intruso.
Ni se me pasó por la cabeza
decirle que fui yo quien le había operado. Fernando ni me preguntó cómo me llamaba, ni por mi interés en su salud.
Aquella visita no me frustró.
Me produjo un gran alivio. Volví a dormir placenteramente como siempre y mi carácter cambió lo mismo que mi caligrafía. Momentáneamente me aparté de la medicina.
Ahora pienso, después de tantos años,
en esos otros planetas en que los heridos y mutilados se cuentan por miles y en cuántos muchachos, allí en los campos de batalla, prenderá la vocación de médico.
Johann R. Bach
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