Yo, Homero y el vino
Homero es «el elemento
en el que el mundo griego vive
como el hombre vive en el aire».
Hegel
Siempre me ha sorprendido
que poetas, filósofos y artistas de todo el mundo griego me siguieran, criticando mis poemas, unos, los menos, halagando mi estilo, otros, los más.
Algunos me admiraban,
me imitaban y escribían raudos como el viento, citándome palabras que salían de mi boca por considerarlas bellas.
Decían de mí algunos pupilos, muchos de los cuales me siguieron en mis viajes a Colofón, Cumas, Pilos Ítaca, Argos y Atenas, que las flores nacían de mi hipérbaton. Era naturalmente una exageración pero, sabéis, aquello me gustaba. A fin de cuentas yo también era humano.
En cierta ocasión un famoso general
antes de una batalla me había pedido consejo para aumentar el valor de sus soldados. No siendo experto en esas cosas le recomendé lo que a mí me producía euforia:
tres buenos vasos de vino negro rasposo
de ese que expulsa la ansiedad de la boca, enardece el espíritu y da la sensación momentánea de ser capaz de realizar los actos que la timidez o la prudencia nos desaconsejan.
Es esa época,
cuando era conocido como Melesígenes, aún no había perdido la dicha de contemplar el cielo y el mar.
Así que me senté en una cercana colina
a ver el resultado de una desigual batalla en la que nuestros soldados en menor número –con sus estómagos ardiendo por el vino- vencieron a un ejército persa bien disciplinado.
He de confesar que nuestro vino helénico
es muy diferente del persa cargado de agua; y, puesto que ya han pasado los años y su fórmula ya no es ningún secreto puedo deciros de memoria que metí en las tinajas de los soldados antes de la batalla, miel, canela, menta y resina terebintina de pino piñonero.
Esa utilidad del vino la aprendí en mi juventud
mientras amas ya maduras rociaban con vino rojo oscurecido desde mi pubis hasta las rodilla antes de beber la miel que brotaba a borbotones de mi cántaro.
Yo solía esconderme entre las viñas
de Esmirna y Quíos, en medio del misterio de los efectos del vino que me proporcionaba la euforia suficiente para vencer mi timidez y, amar, entre verso y verso, como los otros, a doncellas ávidas de crecer como los racimos de uvas.
Johann R. Bach
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