LA HOGUERA DE LA VIDA
Junto a ese Lago de los Sueños
hiciste de tu primer conocimiento
de la vida una hoguera;
allí ardió hecha intuición, entre rocas,
granados, membrillos, vides y pinos,
la semilla profunda y crepitó, ondulante, la retama
-con qué gotas de frescura aún;
pueriles postales barrían los ojos
y en la boca dejaban la fértil llamarada
de la alegría que penetrando las pupilas
trepaban por tu corteza hipotalámica.
Esa lenta ascensión de la luz
a caballo por las pacientes praderas
de la circunvolución del hipocampo
invitaba a la molicie, esa comodidad excesiva
en la manera de vivir de los seres vivos
-conscientes de lo fragmentario de su escala.
Lejos del vocerío de las calles en domingo
y del frío fulgor de la melancolía
llenaste tu cuenco de fragancias oscuras
y sobre la hierba dejaste de vez en cuando
una cesta de uvas maduras y goteantes.
Tras los muros secos de piedra,
al atardecer, la columna de un cielo cobalto
se desplomaba silenciosamente,
bajo la gran pupila del firmamento,
saturada de temblorosos brotes tiernos
de aquella vid con forma de caracol,
tendías tu cuerpo, libre de pesadumbre,
semicerrados los ojos como si dejaran de mirar
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