Barcelona nació con los granados,
entre alegres flores fucsias
como una granada de astros.
Corrían los tiempos que
caballos de madera y elefantes
ganaban batallas y daban vida.
El delta del Llobregat procuraba
reposo, agua y terrazas sobre el mar
a familias púnicas enteras
resguardadas por murallas
de montañas inexpugnables.
En sus tierras fértiles crecían
sin dificultad las verduras,
los higos maduraban
como los versos y los campamentos
reían ajenos a la batalla de Cannas.
Los elefantes, verdaderos artífices
de las victorias cartaginesas también
descansaban a orillas de los ríos
prepirinaicos. Desarrollaban tareas
agrícolas, domésticas y pacíficas.
Gozaban como niños de baños diarios,
y juegos infantiles; se adormecían
con la música de las olas
y el olor a vino de los soldados.
Entre los fermentos
de sus enormes excrementos
usados como el mejor abono,
una semilla blanca
que en su origen tenía
el mismo color de sus flores,
surgió una planta extraordinaria
que viendo la luz del mar
decidió crear sus propias colonias.
Ahora, después de más
de dos mil doscientos años
ninguna necesidad tiene el granado
que venga de tan lejos y me detenga
a contemplarlo en su milagro,
a que admire sus hermosas flores fucsias.
Nada es necesario para el granado
salvo la luz, la noche, el agua,
los fermentos, la brisa mediterránea
y el vuelo de las abejas.
La rotación incesante de la tierra.
Para ser, el granado no necesita que
me detenga a contemplarlo.
No mora el Punica granatum en mi palabra.
Mi palabra es lenta, sólo evoca
un granado que florecía en Cadaqués
junto al mediterráneo.
Existen
una avenida que va a Roma
y una ventana que da a la playa
para guardarlo, y en mi memoria
avenidas de diáfanos cristales
por donde llegó el granado
de Amilcar Barca que contemplo.
Barcelona nació con los granados,
entre alegres flores fucsias
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