COMO UN GRANO DE ARENA
Nadie piensa en las veces, las mil veces,
después de la tristeza caprichosa
o de la humillación a la que te sometieron
los mares. Envidias la sonrisa
de los que comparten tu destino,
esa distancia fría de sus labios ante la realidad.
Son como estatuas
sobre el declive amargo del otoño
y en las seguridades de las rocas
les cuesta concebir el riesgo del viento huracanado,
las tormentas de lluvia y nieve,
las descomunales mareas en noches de luna llena.
Tú también dudas de la luz que hace vida,
de la consistencia que transmites
confundida con un halo de testarudez;
dudas de tu capacidad a pesar de tu frente
despejada, inteligente. No sientes
la mordedura del veneno amarillo de la vejez,
la quiebra y el ridículo de la misma forma
que otras criaturas; no concibes las heridas
que tardan en cicatrizar: quizá sea porque
te bañas a diario en la pureza metálica
-sodio, potasio, cobre, titanio, cromo, Thalio…-
de las sales marinas en cada pleamar.
Agitas el sermón del justo más allá
de las dudas razonables y de las decisiones
clamando contra el filo de los sueños,
contra la incertidumbre de los pinos, pero
no te gusta asumir ninguna responsabilidad
en la quietud del hábitat de la arena de la playa
con su orden de cementerio de cangrejos,
de visitas regulares del sol y enfriamientos
rápidos bajo la brisa nocturna,
de soledad en el largo invierno.
Muchas criaturas caminan sobre tu cielo
mientras la luz deshecha busca tu solidez,
pero la luz se enfría débil sobre tu piel
y quien regresa a las playas de su juventud
siente las manchas de la tarde. Eres como
un sencillo grano de arena de la playa.
Nadie sabrá las veces, las mil veces que envidiaste
la sonrisa de las olas y su pureza metálica.
Tu destino es esperar a que alguna golondrina
te admita en sus bodegas, te transporte
en un vuelo sin retorno a otros mares;
allí donde necesitan tu constancia,
tu sabiduría, tu paciencia y lo más importante:
el regalo de tu experiencia en repartir pasión y amor
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