POCO ESPACIO PARA EL RENCOR
Desciende la mañana en Cadaqués
abierta como las alas de las gaviotas.
Los manzanos y los membrillos maduran
en los huertos los zumos ácidos del sol;
los animales están inquietos y
bajo la lenta vid emparrada de las nubes,
llenas de fríos agujeros azules,
la indiferencia cruza la mañana
con una larga cola somnolienta.
El pequeño puerto es un enjambre
de criaturas que acuden al mercado
entre diminutas gotas de agua de cielo,
las paredes de las casas se estremecen
como un corazón sordo
que deambula entre la gente sin ánimo
siquiera de comprar música como alimento.
La gente lleva aún a esa hora
el olor a jabón en sus manos
y la locura azul en sus ojos (dentro,
sobre un halo de luz, racimos de ansiedad,
oscuras lágrimas). Pero hoy es ya hoy,
más que nunca. Y la esperanza crece
y crece con el paso de las horas:
es la pureza de la alegría la que corta con
hiriente laurel.
Demasiado ligero para izar la carga,
el odio, con su juego de trapos de color
se desliza entre las fisuras de algunas bocas
negándose a admitir la luz y busca
los pocos rincones oscuros de las calles
donde aún no llega el azul del mar.
Al mediodía ya sale del campanario
la profunda respiración de la tierra.
Es la señal que viene del más allá,
del otro lado de la luz, flotando
como oleaje entre sueños. ¡Mira la gente!
Parecen vivarachas libélulas con rayos rizados
de color.
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