ARSÉNICO EN EL PIRINEO
Aquella muchacha silbaba
en la puesta de sol como en una ceremonia.
¡De pronto se hacía el silencio!
Mirábamos al cielo, escuchábamos.
Todo en Tor parecía callar
excepto la conciencia de "El Palanca":
ninguna de las pretendidas deidades
del mediodía, ebrias de transparencia,
vueltas luz en la luz del Pirineo,
se hacía visible. Sólo se las oía cruzar,
galvánicas, el aire como manejando el sable.
Después de algunos segundos
la tierra se estremecía entonces
con un temblor de lámpara de aceite.
¡Qué delicia aquella puesta de sol!
Ver llegar los caballos al abrevadero,
altivos, las crines encrespadas, polvorientas,
los cascos levantando chispas en el pedernal,
mordisqueándose y atronando la tarde
de tal modo que aun después de haber pasado
quedaba flotando un relincho,
vibrante y dulce, como cuerno de caza.
Se acercaban al agua con sus bocas ardientes.
Temerosos, desorbitados los ojos
como envenenados con arsénico.
No bebían.
Un instintivo estremecimiento recorría
sus ancas, sus lomos musculosos, enarcados,
y era inútil silbarles…
La sed, más fuerte que el pavor ancestral,
los vencía, y al poco, ávidamente saciábanse,
entregados a la inocencia del agua,
como al corto sueño de su destino. Ya se sabe:
una hora duerme el gallo, dos el caballo,
tres el santo, cuatro el que no lo es tanto…
En ese paisaje disforme, como el secreto rio
del destino, interpuesto entre lo visible y lo invisible,
se abría a tus ojos el firmamento constelado
y dejabas parte de tus cenizas
al revolcarte bajo un bello zodíaco
como una lúcida cuadriga, salvaje y pura.
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