Los trapecistas
Los viste llegar, saliendo del colegio,
descargaban frenéticamente fardos,
ataban animales a los pinos,
y aireaban sus carros desgastados.
Ajenos al mar azul que los observaba
aquellos hombres musculados se movían
con gran agilidad, colocaban puntales
de hierro y atornillaban planchas metálicas
con una endiablada destreza;
las mujeres desplegaban toldos verdes
recibiendo, a modo de gritos, órdenes
que ignoraban su delicadeza femenina;
los músculos de sus brazos parecían cuerdas
trenzadas sobre sus finos huesos.
En sus ojos no se vislumbraba alegría
y me pareció que detrás de esa actividad
llena de voluntad que flotaba en sus rostros
se ocultaban unas almas errantes
sin objeto y sin destino.
Viejos levantadores de pesas y trapecistas
marchitos y arrugados, encogidos
y ahora ya sólo tocaban el tambor
anunciando las maravillas del Gran Circo,
manipulaban cestos de mimbre
cargados de ropa mojada
y acercaban a los animales algo de forraje,
y, en un rincón un payaso tocaba
un viejo acordeón adelantándose a su función.
Tú, con la caída de la tarde,
como sólo la conocen las frutas,
te desprendías de tus lágrimas
con un sentimiento de piedad infinita
y nunca más, desde entonces,
volviste a pisar un circo.
Elisa R. Bach
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