PLAZA DE LA VIRREINA
Es esta, una tarde muy tranquila,
la del primer viernes de primavera.
Hace tiempo
que la tranquilidad en este barrio de Gracia se ha impuesto y es por tanto habitual y, sin embargo,
se presenta exageradamente reanimada,
exageradamente acentuada por las voces de una pareja de gaviotas que se han instalado en lo alto de la iglesia de Sant Joan de la Virreina.
A ciencia cierta no se sabe
si es a causa de una discusión doméstica o porque están molestas por la música de Vivaldi del cuarteto que se ha instalado en la fachada de la iglesia.
A nadie molesta
que una pequeña manifestación atraviese la plaza con sus reivindicaciones al hombro aunque dé la impresión, al pasar junto a los violines, de que se trata de una sierra que se hinca en la madera.
Se trata, en efecto,
de una tranquilidad densa e invisible como si se quisiera rodear a la estatua de la plaza de música y color.
Y es que al bronce seguramente
no le gusta el viento helado que desciende de las cumbres nevadas del Montseny.
Es como si de la rama de un árbol se descolgara,
por la cuerda de un globo atrapado entre sus hojas, un insecto redondo con las alas recogidas
bajo su caparazón,
rojo brillante moteado con minúsculos puntos negros, se paseara sobre la portada abombada de un libro olvidado en uno de los bancos del lugar.
Frente a los músicos, una mujer
–quizá por encima de los cuarenta- se balancea suavemente intentantdo seguir el compás romántico de Vivaldi,
moviendo los pies regularmente.
La exactitud del ritmo
revela una voluntad de duraluminio que peligra.
Los dedos de sus pies,
fuera de las sandalias, con uñas exquisitamente acarminados poseen la simetría estricta de las diosas del amor o de la guerra.
Tiene los ojos cerrados
como si quisiera borrar del paisaje a todos los personajes que charlan animadamente en las terrazas enfundados en sus atuendo invernales con sus bufandas a rayas rojas y amarillas.
Con los brazos cruzados sobre el pecho,
como abrazando a un ser querido, sueña que está en el Paraíso y cree que tras las delgadas cortina blancas de las ventanas algunos ojos agradecerán su puesta en escena.
Es esta, una tarde muy tranquila,
la del primer viernes de primavera.
Johann R. Bach
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