26 dic 2012

LA DESPEDIDA DE BARCELONA

                         Barcelona: Passeig del Born

 

Me tenía que presentar a fecha fija

en la calle Comercio (hoy Carrer del Comerç) en el popular barrio barcelonés del Born, sin más bagaje que la ropa puesta. Allí me entregaron un billete para embarcarme aquella misma noche y

 

una especie de salvo-conducto

en el que se exhortaba a las autoridades y funcionarios de todo tipo a facilitarme todo aquello que me fuera necesario para el desempeño de mi oficio;

 

un petate con dos trajes completos

dos gorras de plato los cordones y la estrella de mi rango, un mono blanco de faena, tres camisas caquis de algodón puro, dos camisetas blancas y una azul, tres pares de calcetines,

 

dos pares de botines,

unas zapatillas de deporte, tres calzoncillos, un pantalón de deporte y un bañador; un cinturón de "paseo" y otro de "combate" con cartuchera para pistola incluida; y, una especie de gabardina denominada tres cuartos.

 

Cuando salí de la oficina militar de farmacia

de la calle Comercio no sabía cómo emplear las horas que me quedaban de aquella larga tarde. Fui caminando hasta el portal del inmueble donde tenía el estudio.

 

Me dio pereza subir

hasta aquella buhardilla con el petate a cuestas y por otro lado ya me había despedido de Remei la compañera con la que compartí comedor, cocina y gastos generales aquel último curso en la facultad.

 

Así que seguí caminando

hacia la catedral, me metí en una librería y compré los libros "Temas Militares" y el "Anti Dühring ambos de F. Engels, los añadí a aquella pequeña biblioteca improvisada en el fondo del petate junto al repertorio de Kent y la materia médica de Vannier.

 

Bajé hasta la Plaça Sant Jaume,

me comí dos bocadillos de Frankfurt de aquellos que se hacían con los panecillos llonguets y mostaza recién llegada de Dijon, caminé por la calle Ferrán abajo hasta llegar a Les Rambles y luego hasta alcanzar el puerto.

 

Por suerte, abriéndome paso

entre la muchedumbre pude subir a bordo del "Ciudad de Mahón" un barco de la Transmediterránea a pesar de que aún faltaban varias horas para zarpar.

 

Poco a poco iban llegando reclutas

que acompañados de sus familiares se resistían a subir a bordo hasta el último momento. A mí nadie me despidió en los muelles. Sentía con fuerza el sentimiento de que yo no pertenecía al rebaño.

 

Estuve en cubierta observando

los movimientos de toda aquella gente que esperaban, no sé por qué razón, que les autorizaran a subir por la pasarela. Finalmente desistí de mirar aquel gentío porque me estaba mareando.

 

Busqué un sofá

donde poderme acomodar y olvidar el lento paso del tiempo: hasta el amanecer no veríamos la isla de Mallorca; hasta un par de horas más tarde, después de doblar el recodo de la Bahía de Palma no alcanzaríamos el  puerto; después vendrían las maniobras para atracar.

 

No pegué ojo en toda la noche.

Varios grupos de reclutas hablaban y hablaban a voces y a veces con estridentes risas amagaban entre abundantes tragos de alcohol, su ansiedad que quizá no fuese muy diferente de la mía. Pero entre la suya y la mía se levantaba como un muro la imposibilidad de exteriorizarla.

 

Intenté leer algo,

Pero el movimiento del barco me mareaba y de vez en cuando me vi obligado a salir a cubierta a aspirar la brisa húmeda que llenaba mis labios, ya bastante secos, de agua salada.

 

Me consolaba saber que el Ciudad de Mahón

navegaba en la misma dirección de nuestro mundo: hacia el sol. Eso acortaría algo la puesta en escena del decorado marítimo. Así la Isla de Mallorca no tardó en aparecer en el horizonte aunque el rodearla para entrar en la Bahía se me hizo más largo que la propia travesía.

 

Para sorpresa mía

un capitán de Ingenieros me estaba esperando con su coche particular en el muelle de arribada. Era un hombre algo corpulento, alto y con unos ojos enormes, no saltones, en medio de una cara de luna.

 

Se esforzó por ser amable

a pesar de que me anunció que era Juez militar no togado (sin carrera de derecho) y licenciado en ciencias matemáticas por lo que tenía el rango de capitán de Estado Mayor.

 

Me llevó directamente

a la sala de curas del cuartel donde me dio las llaves de una taquilla metálica donde podría guardar mis cosas. Siento que te tengas que incorporar a tu trabajo –me dijo- tan bruscamente, pero tenemos que vacunar a tres mil reclutas en una semana.

 

Pasé toda la tarde

abriendo cajas de inyectables y agujas hipodérmicas. Me presentaron a Cavallos, también alférez médico, valenciano y a los ayudantes (los que tenían que poner las inyecciones). Le pregunté discretamente al capitán Garcés qué tipo de formación tenían aquellos ayudantes.

 

Una tremenda carcajada estalló

llenando la sala de curas de una onda expansiva que hizo tintinear algunas jeringuillas. Eran todos albañiles excepto Ferrán, un cuidador de cerdos de una famosa granja de Vic.

 

Cavallos y yo simpatizamos

desde el primer momento. Había estudiado medicina en Valencia, pero los dos últimos años los cursó en Zaragoza para evitar las represalias de las autoridades académicas. Consiguió que se olvidaran de él y llegó a obtener la graduación de alférez médico.

 

Era alto, corpulento

y su figura crecía usando unas gafas de pasta bastante gruesas que combinaban perfectamente con un exuberante bigote. Era una persona que leía mucho y estaba bastante al corriente de los acontecimientos políticos.

 

No era comunista,

pero simpatizaba con la pléyade de grupúsculos revolucionarios que en aquellos tiempos recorrían las universidades. Le fascinaba el lenguaje agresivo y las llamadas de aquellos grupos a la lucha armada.

 

Desde el primer momento

comprendí que aquella actitud no era más que una forma de evitar el acoso del Partido para que militara en sus filas.

 

Yo estaba vacunado

contra esa enfermedad descrita en una sola línea por Lenin: "El izquierdismo es la enfermedad infantil del comunismo". Por otro lado conocí a varios estudiantes de Ciencias Físicas pertenecientes a FUDE (Federación Universitaria Democrática de Estudiantes), todos ellos de tendencias Trotskistas.

 

Cuando se les preguntaba

por qué estudiaban físicas respondían que se estaban preparando para recibir a los extraterrestres. Eran simpáticos, pero como políticos, evidentemente, no tenían futuro. Y es que los trotskistas de la época no surgían de escisiones de organizaciones obreras o estudiantiles sino de la descomposición de los jesuitas.

 

Yo no destaqué demasiado

en las luchas estudiantiles, pero gané una cierta reputación al participar en el derribo de las puertas de la facultad y en la expulsión simbólica del catedrático Taure.

 

Con un poste de teléfonos

como ariete y cantando "La Internacional" una masa de estudiantes tomamos en volandas a aquel corrupto profesor de anatomía propietario de una librería en la que comprábamos "voluntariamente" sus apuntes. 

 

Desde aquel día

los militantes del PSUC me consideraron como uno de los suyos, pero nunca estuve adscrito a ninguna disciplina de partido. Me invitaban a participar en sus foros y como otros muchos miles de estudiantes me convertí en un opositor político al Régimen…

 

Sorprendentemente Ferrán me demostró

durante aquella semana que era el "enfermero" más hábil de todos cuantos yo he conocido, poniendo inyecciones.

 

Tres pares de enfermeros

apostados en los flancos de una columna de reclutas se encargaban de limpiar con un algodón impregnado de yodo una pequeña región de ambos brazos, cerca de los hombros, y, en la espalda.

 

Otros tres pares de enfermeros

colocaban en las zonas señaladas las agujas de forma que cada recluta podía ver al compañero que le antecedía con una aguja clavada bajo la paletilla. Muchos de ellos se mareaban al ver las agujas clavadas en la espalda de los demás mientras esperaban a que otro equipo de seis pares les embragaran las jeringuillas cargadas con las vacunas.

 

Para evitar que al desmayarse

cayeran en redondo otro equipo de ocho ayudantes (no enfermeros) los vigilaba y cuando a alguien se le amarilleaba el rostro de forma hipocrática lo sujetaban y los extendían en el suelo hasta que se recuperaba.

 

Cada recluta llevaba colgada al cuello

una ficha con su nombre y grado cultural (Bachillerato, estudios primarios, universitario, etc.). Se escogían a unos cuantos entre los de mayor nivel de instrucción y se les enseñaba a tomar una gota de sangre para cada una de las fichas de aglutininas de cada individuo al objeto de saber su grupo sanguíneo.

 

Muchos de aquellos "vacunados"

pasaban las primeras noches con intensos procesos febriles y por la mañana se presentaban en el barracón que servía de sala de curas con los labios llenos de pupas y con fiebre alta. Sus ojos enrojecidos daban la sensación que no resistirían aquella situación.

 

Se les administraban

las famosas "pastillas blancas" que no eran otra cosa que sulfamidas (potentes antiinflamatorios que no tardaron en ser denostados y reemplazados por los antibióticos).

 

Las amigdalitis eran como una plaga,

pero mediante "toques" con un algodón empapado con una dilución de pastillas blancas la inflamación y el pus desaparecían durante meses.

 

Recuerdo que el miércoles

de aquella semana medio en broma, medio en serio, apartaron de la columna que se estaba vacunando a un recluta con intenso sudor en la frente y que al parecer estaba punto de padecer un colapso. Le dimos a beber un vaso de agua en el que se había diluido una gota de vinagre y se le abanicó hasta que se recuperó.

 

El capitán Garcés me dijo al oído

que se trataba de Pere Gimferrer poeta y prosista. No tuve ocasión de volverlo a ver. Su reemplazo fue el primero en cumplir sólo trece meses de servicio en lugar de los quince establecidos en aquella época

 

En los días siguientes,

debido al inicio de la instrucción militar, tuve que atender a cientos de aprendices de soldado a causa de la enormes llagas originadas por unas botas durísimas. Se les rebajaba de servicio y se les conminaba a usar las zapatillas de deporte durante unos días.

 

De todos esos aspectos

se encargaba el Sargento Watusi, apodado así por su gran estatura y delgadez. Era prácticamente analfabeto pero era metódico y ciertamente serio. Disfrutaba viendo a los reclutas pelearse por una taza de chocolate a las siete de la mañana. Ese era su deporte.

 

Todo aquel intenso trabajo

me hizo olvidar dónde estaba y despreocuparme de mis propios pensamientos durante un mes. A partir del cual en el cuartel entré en una especie de monotonía. Visitaba a algún que otro soldado con desarreglos intestinales o gripe.

 

A las doce del mediodía

ya había acabado mi jornada y el resto del día podía irme del cuartel y de esa forma ahorrarse (el cuartel) el dinero de mi comida. Tuve la oportunidad de ocupar una habitación en la Residencia de Oficiales.

 

El Capellán castrense

aspirante a ascender a Comandante, tenía allí su dormitorio y me acompañó a ver aquel "paraíso de la oficialía"  y quiso convencerme de que era la mejor opción (por barato) para residir en la isla.

 

Evidentemente rechacé vivir

en aquel amasijo de hierros y mármol impregnado de un extraño tufo de tabaco y alcohol; sin ninguna mujer de la limpieza o de cocina. La ausencia del alma femenina (sin jarrones con flores o plantas) daba a todo el edificio la sensación de un inmenso y frío mausoleo.

 

Todo el servicio

estaba en manos de asistentes, normalmente camareros o empleados de hotel en la vida civil. No podía aceptar el dormir en un sitio como aquel, aunque tuviera que gastar todo o gran parte de mi sueldo en una habitación algo mejor arreglada; y, muchísimo menos el que un asistente masculino me hiciera la cama.
 
                                                                                Johann R. Bach
                                                                        www.homeo-psycho.de

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