17 dic 2012

MEISSEN CIUDAD DE PORCELANA

                     La Catedral de Meissen

 

MEISSEN CIUDAD DE PORCELANA

 

Samuel de Meissen

anhelaba alcanzar a Dios mientras trituraba, en la trastienda de la farmacia, metales y carbonatos insolubles en un mortero de porcelana cargado de paciencia,

 

cuando de pronto al atravesar la cortina

se encontró cara a cara con la hija del farmacéutico. Con toda naturalidad le dio los buenos días; estaba desnuda de cintura para arriba y sus pechos blancos hacían honor a la ciudad de la porcelana.

 

El padre había partido

muy temprano a unos asuntos que tenía en Dresden y no había de volver hasta la noche. Estuvieron hablando largo tiempo –mientras hablaban su mente y su alma se iban dilatando-, ella formulaba pregunta tras pregunta.

 

A Samuel le pareció

que Dios estaba detrás de aquella criatura. Llegó un momento en el que le dijo:

 

"Me gusta como hablas.

Esa manera fluida y hermosa de saltar desde los geométricos latinajos a tu clara sintaxis y la simetría de tus argumentaciones". Acercando su pecho a la altura de su rostro continuó diciendo: "Hablemos sin embargo de cosas verdaderamente importantes".

 

"Mira tus manos

anormalmente grandes para tu estatura. Mira como tiemblan ante el fruto prohibido. Tu vista se va deteriorando en esta oscuridad. Vistes como un pobre y comes mal y desordenadamente mientras tus pacientes no muestran generosidad alguna".

 

Samuel no pudo ser indulgente

con las flores que ella llevaba en el pelo y se comportó de acuerdo con lo esperado por la sangre que hierve. Una vez cumplido con la primera parte del pacto ella continuó su discurso:

 

"Preocúpate por los ingresos

como lo hizo tu amigo Descartes al que admiras tanto. Te pido que seas astuto como Erasmo; dedícale a mi padre un tratado sobre tus conocimientos médicos.

 

"No importa si no es muy bueno.

De todas formas no lo leerá. Aplaca la furia de tu racionalismo que por ella han de caer monarquías y ponerse negras las cabelleras de los cometas".

 

"Piensa en estos pechos

que tan dulces le han parecido a tu lengua y en mí como una mujer que te puede dar hijos; y, en la dote que te dará mi padre y en los bienes que puedes usufructuar si no me abandonas".

 

El resto es historia ya conocida:

Samuel continuó hablando de cosas importantes durante muchos años. Buscó desesperadamente ser amado por incultos y violentos que eran los únicos que tenían ansias de él.

 

Tuvo varias hijas

y aquella oscura cortina cayó quedándose sólo y nunca vio durante aquellos años ninguna nube de oro o luz que le alegrara los ojos.

 

Tuvo que esperar

a tener ochenta años para ser feliz. Esta vez sí se casó con la Dama de sus Sueños. Ella tenía sólo treinta y cinco.

 

Cosas del siempre inesperado y porcelanoso amor

 

                                                                                      Leo P. Hermes
                                                                           www.homeo-psycho.de

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