TRAS EL CRISTAL
Tras el cristal, un mundo aún te parecía posible.
Y no es que el sol alentase con su halago
el alma de los hombres y las cosas;
por el contrario, el frío, viejo cómplice
te atirantaba –aunque no lo supieras- el rostro,
y tu mano se quedaba suspendida tras el gesto
de alzar el ancho cuello del jersey,
tus ojos en chispa comunicaban el deseo
de crecer, de ser mayor para poder
vivir aquel mundo de olas, viento y lluvia,
frío, escuela y otros niños saltando a la comba.
Eres demasiado pequeña para salir a la calle,
te repetían una y otra vez tus padres
El mundo lo tenías que ver a través de la ventana
sobre todo en invierno. Desde allí sufrías
cuando otros niños le pegaban a tu hermano;
entonces llorabas desconsoladamente,
la impotencia y la rabia te impedían explicar por qué.
Algo parecido sentiste parada al volante,
como si en el espacio de un semáforo
esa mirada al frente sostuviese
en un hilo vibrante el albedrío.
Mientras eso ocurría, te imaginabas a los coches
como panales de miel que se deslizan
hasta la falda de la montaña
cuyas hojas cubren más de la mitad
entre las rocas sobre las que se rompían
los rayos de sol al igual que en la carretera
de curvas de acceso a Cadaqués.
Desde el otro lado del cristal
viste la multitud que se abalanzaba
sobre el mercado para coger frutos
todavía inmaduros y como unos niños
se detenían sorprendidos ante el color
como nidos que están llenos de chillidos.
Pero lo más impactante era un hombre cantando.
Su barba era como una nube
en la que brillaban todavía algunas gotas de agua.
Iba descalzo y la solapa levantada de la chaqueta
indicaba el frío humano. Extendía una gorra
y con los ojos húmedos agradecía
aquellas miradas que le animaban a seguir cantando.
Elisa R. Bach
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