BRASAS AL AMANECER
Ves con cierto sentimiento tranquilizador
que pasan los años y que
también la ropa blanca envejece.
También tú viviste a toda prisa
los primeros cincuenta años y, sin embargo,
no puedes compartir que el amor es uno solo
y es sólo una vez. Sientes
cada vez con más fuerza
que el amor es realmente inmortal.
Nace, es cierto, pero crece y crece
hasta desahogarse; y, entre sus cenizas
siempre vive un pequeño rescoldo.
Y mientras a lo lejos
el rayo de la pasión desembucha
en la ventana de la tormenta, te dejas convencer
y bebes con placer la negrura
de tus pensamientos. Es entonces
cuando te aprietas a una de tus locas columnas.
Después del amanecer
oyes el ojear del libro de las reclamaciones,
como si tu propio placer te pasmara…
te hiciera reír…te escaldara en agua fría…
y esperas con el ritmo alterado
que la brisa de la mañana continúe acariciándote.
Esa brasa cubierta casi completamente
por múltiples capas de ceniza sigue viva;
con poco oxígeno sigue lanzando calor
al universo y escupe pequeñas columnas de humo
que forman como el estribo sostenido para
un arcángel montado en el caballo de su arquitectura.
Con el vuelo de sus alas colgado en el perchero
el temblor permanece en la corteza de sus hombros
para que nadie vea su humanidad.
¡Cómo se asilvestra el asombro y el milagro se comede!
¡Qué eructante parece el mundo entero!,
como una cervecería, mientras se bebe vino.
¡Qué poco te importa ahora qué hacer
o que encarnar!... sin impulso,
sin motivo, sin consecuencias, sin destino
cuando bajo tus hojas había un ser
en su indivisible plenitud… y es que una vez vista,
desgraciadamente, la belleza merma,
a menos que se repita tanto,
removiendo las ascuas, que también
el amor sea pérdida y
el barrendero nocturno se halle de vacaciones
y no apile en pequeños montones
cáscaras de naranja y piedra sanguinaria…
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