LAS PUERTAS DEL MONASTERIO
Todo estaba ocurriendo sin ruido,
tus suspiros subían hasta el techo del mundo,
sin cansancio que suprimiera tu inquietud.
Tan pronto como sentiste como las puertas
del monasterio se cerraban a tu espalda
apareció el gozo de estar libre y sola
en la noche donde uno puede esconderse.
París ya flotaba en tu mente
como un mar brillante y sus bulevares
como arterias por las que circula
la voluntad de algunas mujeres tenaces.
Sentías que deberías dar pasos largos
para atravesar ese desierto de conceptos,
para imitar otra música, pues la Superiora
solía decirte que se puede ir más rápido
cuando se está rodeada de indiferencia:
Entonces una debe encontrar su camino
en medio de extraños rostros en los que la
mirada se ahoga.
Una nube mojaba con sus gotitas tu cara
y tus manos flotaban en el aire;
las lucecitas ya lejanas del Monasterio
te tranquilizaban: conocías bien que en su interior
todas dormían como si todo fuera
un sueño pesado que se abre hueco en la tierra.
Poco a poco notabas que el aire se volvía más ligero
y el ruido del motor de un automóvil a lo lejos
te sonaba como el fluir de un arroyo.
En él venían tu hermana y su compañero
a rescatarte, inútilmente de la noche.
El campanario invisible ya, empezó a dar la hora.
La puerta del Monasterio se cerraba para siempre.
Tal vez el mundo resucitará. Las doctas cigüeñas
especialistas en repartir paz entre los campanarios
podrían volver a vigilar las tardes.
Detrás de la lluvia podría haber otro cielo
donde unas voces más dulces subieran
un recuerdo en vez de una oración.
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