Nacer en Cadaqués
Cuando naciste no partías de cero.
Cuando naciste tus hermanos
ya hablaban, andaban y jugaban
en la arena, justo enfrente de casa,
remojándose los pies en agua de mar.
Tu hermano ya hablaba dos lenguas,
tu hermana sólo una.
Aún no iba a la escuela; acompañaba
a tu madre en los quehaceres
y cuidaba de ti peinándote
el cabello de tantas formas
como caras tiene un poliedro.
Tu punto de partida no era cero;
el humilde refugio de pescadores
era la casa donde se estrellaba
la tramontana y el mar acababa
siempre acariciando
hasta el dintel de la puerta
como si buscase lavarte los pies.
El mar, ese inmenso depósito
hilvanado con fuertes rocas
y con suaves arenas, lleno
de luz, agua y sal de vida,
sabía que tenías alma de princesa;
te respetaba, calmando a Neptuno,
cuando cogida de la mano de tus hermanos
aprendías a caminar entre sargos,
percas y rojo-amarillentos serranos
con las primeras palabras de la sirenas.
Junto a conchas sonrosadas,
granadas y membrillos,
con los primeros y alegres estremecimientos,
tíos y primos
vaciaban el aceite en enormes tinajas
y en un suelo cubierto con el mantel de viñas,
tapaban con tomillo y romero
los humos de cordero asado.
Esa luz y ese olor del universo mediterráneo,
que sueñas como bueno
es la mayor de las herencias deseables.
Cuando naciste no partías de cero.
Elisa R. Bach
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