9 jul 2011

Todos queríamos parecernos al abuelo

Hermes. El abuelo.

 

Como en la extraña mina de las almas,

estaño silencioso, iba avanzando

como vena por la oscuridad.

Entre raíces colgando,

puestas al descubierto por las picas,

brotaba la sangre que se escurre

hacia los hombres

con el aspecto pesado

del pórfido1 en la oscuridad.

Nada más allí, era rojo.

 

Allí había rocas

y bosques irreales

en excavaciones a cielo abierto.

Puentes sobre el vacío

y el gran lago gris, seco,

en el que estaba suspendido

sobre el propio fondo lejano,

como encima de un paisaje,

un cielo de lluvia.

 

Y entre praderas suaves,

llenas de paciencia,

apareció la pálida franja,

el único camino, extendido

como una larga lividez.

 

Por este único camino veníamos.

 

En cabeza,

el hombre esbelto con capa azul

y casco de minero,

que impaciente y mudo miraba ante él.

No masticaba tabaco ni otras hierbas,

pero su paso devoraba el camino

a grandes mordiscos. Las manos

le colgaban fuera de los pliegues

del manto, cerradas y pesadas​​,

sin ya saber nada de la cicatriz ligera

que llevaba enclavada

en la mano izquierda

como sarmiento de rosal

en un tronco de olivo.

 

Y sus sentidos estaban como partidos:

 

Por un lado, la mirada se adelantaba

corriendo como un perro pastor,

que se giraba, venía, y ya estaba de nuevo

esperándose lejano en la curva más cercana.

 

Por otra parte, como un olor,

el oído se quedaba atrás,

y le parecía a veces sentir

incluso el caminar de aquellos  

que también tenían que hacer

toda aquella penosa subida.

 

Después volvía a ser el eco

del propio ascenso y el viento

de su manto lo que llevaba detrás.

Pero él se decía a sí mismo

en voz alta que vendrían

y sentía como resonaban

en los oídos sus palabras.

 

Hermes, el abuelo, era experto

en interpretar los significados ocultos

conocía todo el mundo de los difuntos,

tranquilizaba a todos los que iban

a atravesar los límites de este mundo.

Su potente imaginación le permitía

entrar y salir del Inframundo sin problemas.

 

Hermes, el abuelo, nos enseñó

los símbolos del gallo y la tortuga

para el madrugador y tenaz caminante,

el zurrón para no ser capturado

ni envenenado en posadas,

las sandalias aladas indicativas

de la diligencia del mensajero,

el pétaso o casco precursor de moteros

y su caduceo o vara de heraldo.

 

Y los que veníamos detrás de él

a lo lejos, queríamos aprender

sus ciencias de la vida y

sus conocimientos sobre el Inframundo:

éramos muchos, pero caminábamos

con pasos suavísimos, callados.

                                  Leo P. Hermes

 

1Pórfido. Roca compacta y dura formada por una sustancia amorfa y cristales de feldesfalto y cuarzo, generalmente de color rojo oscuro, muy apreciada para la decoración de edificios.

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