Mountain View
El taxi me ha llevado rápidamente
como mi imaginación a la View St
esquina Fairmont Avenue
frente al 606. Mis ojos lo miran
todo con curiosidad
como si desde una nube
quisiera describir el paisaje.
Al aterrizar
en el aeropuerto de San José
nos han advertido que el tiempo
iba a ser soleado,
pero que las temperaturas
serían frescas toda la semana.
A sólo tres metros del muro blanco
que separa el jardín, algo descuidado,
de la acera, destaca una chimenea
de ladrillo rojo pegada a una ventana
que mira hacia el este
como si quisiera tener además
el escaso calor de un sol amarillo.
Los arbustos crecen por doquier
amenazando los pies de los árboles
y con cubrir las vallas que separan
la propiedad privada de la pública.
Crecen desordenadamente
indicando que en esta ciudad
de bello nombre nadie pasea
por las aceras.
Se desplazan
en grandes coches para pasear
a los enormes perros.
La casa que observo
destaca entre las demás
por su tejado con tejas árabes
y su puerta de entrada
con arco de medio punto.
Las paredes parecen ser de jero
rebozado frente a sus vecinas
de madera y tejados de cinc.
Los habitantes de Mountain View
deben encontrar normal
que su alcalde no se preocupe
de tener las calles limpias
de arbustos parásitos
y también debe ignorar
a los corazones que laten
dentro de esas casas.
Me detengo ante el stop
a pesar de que voy a pie,
giro a la derecha sin pisar
el césped de la casa que hace
esquina con la Hope St.,
no se ve un alma por la calle
como después
de una explosión de neutrinos.
Y sin embargo
dentro de alguna de esas casas
se encuentra G, una Diosa del Amor
aspirando diminutas señales
de vida de otros mundos
situados al otro lado de La Atlántida.
Sabe que vive aislada
en una habitación de cristal,
sólo su hamaca acaricia
su aún joven espalda,
sabe que no está tan sola,
porque bebe casi todos los días
nuestras sílabas y nos ama.
Elisa R. Bach
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