30 jun 2015

En sus carnosos labios se acumulaba la tensión, el placer y el dolor


PABLITO. UNO DE LOS HOMBRES DE MI VIDA

Cuando conocí a Pablito
me dio mucha pena debido a su dificultad de aprendizaje y me conmovía su precario nivel de vida. Decidí ayudarle económicamente como todas las demás vecinas. Algunos meses después mi concepto sobre él siguió otros derroteros y en mi cuaderno rojo, donde describía a los hombres que se cruzaban en mi vida escribí:


PABLITO

Pablito era paciente, muy paciente y amoroso
de carácter dulce y manos rosadas, de sus ojos simétricos parecidos a los de una egipcia Diosa del Amor se descolgaban fácilmente las lágrimas cuando una nube cubría el sol o simplemente cuando oía hablar de desgracias.

En su radiografía se observaban
fácilmente sombras de antigua soledad a pesar de que sólo tenía treinta años cuando alquiló la habitación de los invitados de mi vecina.

Mientras tomábamos el té
en una tarde lluviosa pareció entristecer de pronto y comenzó a explicar, entre lágrimas, algo de su vida y tragaba saliva como si necesitara engullir un bolo difícil de tragar.

A partir de aquel día
todas las vecinas del inmueble nos desvivíamos por atenderle y protegerlo. Él estaba encantado con nuestras atenciones y secretamente todas le amábamos.

Yo imaginaba la frialdad de las pinzas Kocher
envidia de unas manos que sin duda algún día fueron al encuentro de otras ardientes, aunque por alguna razón desconocida la llama debió apagarse.

Desde el cuello ligeramente largo de Pablito,
resbalaba una catarata de finos cabellos laberinto de brillante maleza, en el que se percibía una mancha escarlata -denominada popularmente deseo-

producida por el falaz incendio
de una boca que sin duda algún día fue, prematuramente, al encuentro de la suya. A la altura de su máximo perímetro dos suaves brazos de horas estelares se negaban a olvidar sus abriles.

En el resto de su pecho
se transparentaba el esqueleto doblado de una estrella fugaz y como en un ganglio calcinado se guardaba una fósil respiración del ardiente pecho de su madre que sin duda, durante muchos días descansó en el suyo.

Más abajo, en la zona del hipogastrio,
dos auténticas bolas de billar, en medio de un descomunal árbol de gruesa raíz envidia de centauros, se apreciaba un desprendimiento de sombras y reinos que nunca pudieron amanecer.

En sus carnosos labios
se acumulaba la tensión, el placer y el dolor a pesar de ser hipotenso. Siempre tuve la sensación de que aquel cuerpo de diosa egipcia sin duda algún día fue en busca del Centauro Quirón.

Era amanerado en exceso en el gesto,
su extraño priapismo sin eyaculación me encantaba –y no sólo a mí- porque para él todo era un juego interminable de amor muy parecido al mío.

                                                               Johann R. Bach

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