EL CAFÉ COTIDIANO
El cuerpo toposo, sin fuerzas.
Sólo son las nueve de una mañana de primavera, el cielo está despejado y es justa la hora para tomar su café en la plaza.
El café negro cotidiano en la terraza
acompañada de sillas –aún vacías- de respaldo metálicos fatigados y mesas cobijadas ya bajo los parasoles dulcifican su melancolía.
Son costosas gotas –piensa- atrapadas
bajo una fuerte presión del vapor de agua, llenas de la misma energía del Sol la que juntamente a la música necesita.
Le sirve, con una bandeja en la manos,
una chica que mira al sol sin pestañear, y, con la tacita blanca y azul cobalto surgida desde la oscura cafetería de la plaza le da los buenos días del protocolo formal.
Mira la taza
y reconoce que a la luz del día, no es más que un punto de benigno negro que fluye rápidamente en su pálida garganta de parroquiana habitual;
ávida del metal de cinc
responsable de la agudización de los sentidos saborea las gotas de negra profundidad que a veces es captada por el alma.
Pocos clientes sospechan
que ella en su meditar encuentra parecido con la tinta del calamar. Sólo se aperciben de que, esas pequeñas dosis le dan un benigno empujón:
la inspiración de levantar los párpados,
la aceleración del ritmo cardíaco y la predisposición a aceptar las caricias sobre la piel cuando ésta ya ha comenzado a cerrar sus poros.
Johann R. Bach
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