22 jun 2014

Había olvidado aquel viaje, de vuelta de la playa en tren

LAURA, LA HERMANA DE MANUEL

 

El 20 de mayo de aquel año

acabó el curso para los que estudiábamos el Bachillerato Oficial en el Instituto. Me acuerdo muy bien, era viernes y el tranvía iba completamente abarrotado y de los estribos de la puerta del remolque iban colgados varios hombres.

 

Como no tenía prisa decidí ir a pie

y ahorrarme los 50 céntimos del billete. Llegué un poco cansado a casa; me sentía satisfecho por lo bien que me había ido aquel curso.

 

Al caer la noche

los vecinos sacaron sus sillas a la calle huyendo del calor del interior de las casas. Nosotros no éramos una excepción. Aquel día estuvimos de charla, unos con otros hasta bien pasada la medianoche.

 

Un ligero hormigueo recorría mis pies

cuando mis ojos se cerraron y ya no me enteré de nada. Me llevaron medio dormido a mi habitación y estuve durmiendo hasta las doce del mediodía siguiente.

 

Al despertar mis ojos recorrieron sin prisa

todos los detalles de la habitación. El aire estaba cargado. Dos personas habíamos respirado allí toda la noche con un sueño plomizo y restaurador. Sobre la mesilla derecha había más de siete libros apilado en posiciones aparentemente desordenadas.

 

Sobre la otra mesilla, la de mi hermano,

había dos libros más y un periódico. Las dos camas estaban unidas de forma que parecía una sola y opulenta. Así ganábamos espacio para dos mesas iluminadas por sendas lámparas de tipo flexo.

 

Junto a la ventana teníamos un mueble sifonier.

La ropa extendida sobre las sillas producían un cierto aire siniestro. Los pantalones colgaban hasta llegar al suelo y los indestructibles zapatos "Gorila" con sus correspondientes calcetines dentro yacían debajo de la cama.

 

La persiana estaba echada casi por completo,

pero el sol de la mañana entraba a través de las rendijas con su luz lechosa y enjabonada. El suelo era de madera como en todo el edificio y producía de cuando en cuando pequeños chasquidos.

 

En la habitación del piso de arriba había dos personas.

 

Por la tarde fuimos, Manuel y yo,

a nadar a la piscina de la Escuela Industrial. En la de Piscinas y Deportes había que pagar, en la del Club de Natación de Pueblo Nuevo no te dejaban entrar si no eras socio y en los Baños de San Sebastián el agua estaba helada; así que no había opción.

 

La caminata hasta casa fue brutal.

Quedamos en ir al día siguiente a la Playa de Vilassar de Mar. En aquella época nos gustaba madrugar y a las ocho de la mañana subíamos apretujándonos en un verde vagón de Cercanías. En una bolsa de deportes llevábamos una toalla y dos bocadillos para pasar el día sin apuros.

 

Manuel era de carácter más bien callado

aunque daba la sensación de que llevaba mal una cierta soledad. Era muy inteligente y ya desde muy joven no creía en nada. Fue el primer escéptico auténtico que se cruzó en mi vida. Siempre fue un misterio el que se encontrara a gusto con mi amistad.

 

Estuvimos contentos entre estar tumbados al sol

y metidos en el agua todo el día. Al tomar el tren de vuelta Manuel hizo un gesto de disgusto al toparnos en el mismo vagón con su hermana y una amiga que habían ido también a la playa de Sant Pol de Mar.

 

Por alguna razón

Manuel rehuía la presencia de las chicas como avergonzándose de mi presencia o como si su hermana y su amiga fueran de una clase social a la que nosotros no perteneciéramos.

 

La verdad es que Laura,

la hermana de Manuel, era como una muñeca de porcelana, delicada, sensible, educada, con unos ojos bellísimos llenos de pestañas y unos labios pintados con crema de cacahuete para evitar las grietas. En la cara bien broceada aún brillaba la crema con un delicioso aroma femenino.

 

Ellas, cinco años mayores que nosotros,

también estaban un poco violentas con nuestra presencia, pero esa actitud cambió radicalmente en la siguiente estación cuando una avalancha de gente subió al vagón.

 

Entre los apretujones

algunas manos buscaban sus glúteos. Ellas, incomodadas por tales acosos vieron en nosotros una tabla de salvación. Laura me rodeó con su brazo por encima del hombro como si yo fuera un primo suyo o algo parecido.

 

Sentí por primera

vez el olor de la alantoina y la primera proximidad de una princesa. Su cara casi rozaba la mía, esforzándose ella por abrir un diálogo conmigo. El sudor de la gente nos ahogaba con su olor a cebolla. Manuel se encontraba con la otra chica con similares "apuros".

 

Al llegar a Barcelona, todo acabó.

Ellas se despidieron de nosotros diciendo que iban en dirección a la Catedral a tomar el autobús de dos pisos que camino de la Plaza Ibiza pasaba por el paseo Maragall. Nosotros fuimos a pie.

 

Había olvidado aquel viaje,

de vuelta de la playa en tren, cuando curiosamente la escena se repitió el domingo siguiente. Volvimos a coincidir con Laura y Luisa en el mismo vagón.

 

Laura ya no lo pensó dos veces:

a los primeros apretujones me abrazó de la misma manera, pero en aquella ocasión cuando sentí su rostro tan cerca del mío no pude evitar el impulso de besarle la mejilla.

 

Laura sonrió. Aquél fue mi primer beso robado.

 

                                                               Johann R. Bach

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