26 jun 2014

Durante los siguientes días, Paul Lafitte ayudó sin rechistar en todas las tareas de la granja

EN LA GRANJA(Johann R. Bach)   (III)

 

Durante dos días le hicieron cambiar

cinco veces de tren. Sin comer nada durante el trayecto, el estómago se le retorcía como su rabia.

 

Pidió a los guardianes ir a orinar,

aquéllos, mofándose de él, lo sacaron al aire libre. Orinó ante las risas de sus captores en la plataforma formada por dos planchas de hierro entre los vagones de aquel tren que podría ser el último.

 

Pensó en saltar y escapar,

pero desconocía dónde se hallaba y a juzgar por la hora ya debían estar en suelo alemán. Por otra parte le habían quitado su documentación, y con la escasa ropa no resistiría mucho tiempo perdido. Prefirió esperar a que el Destino le diera otra oportunidad.  

 

Cuando Paul Lafitte bajó del tren

leyó "HbfGera" en un gran letrero. Desconocía el nombre del lugar y dónde se podría hallar. Su obsesión por los mapas cobró nuevos bríos.

En la misma estación fue entregado a tres hombres vestidos de paisano que a juzgar por su aspecto podrían ser abuelo, hijo y nieto.

 

Lo subieron a la parte trasera

de una camioneta, junto a unos postes de madera. El viaje duró unos veinte minutos. Su primera tarea de prisionero fue la de descargar la madera.

 

Oscurecía ya cuando le condujeron

a un pequeño cobertizo junto a una nave enorme donde mantenían a cientos de pequeños cerdos. En su interior había un montón de paja que le señalaron como sitio para dormir.

 

Le dieron dos mantas

y una marmita llena de patatas crudas con dos trozos de carne magra. Cuando la puerta se cerró tras él oyó como la llave chirriaba en la antigua cerradura y se lanzó desesperadamente sobre "aquellos manjares".

 

Paul Lafitte se encontraba al borde

de la desnutrición y se comió la primera patata a grandes mordiscos. Su estómago protestó por la acidez y pasó a devorar la carne. Buscó por todo el cobertizo algo que le pudiera ser de utilidad.

 

Mientras se calmaba algo su estómago

pensó que aquella tierra quizás recibiera las semillas con tristeza. Las semillas que tanto arriesgaban en medio de los campos arrasados por el fuego probablemente no se preguntarían si eran felices;

y, sin embargo, brotaban.

 

Desde el primer momento

que Paul Lafitte vio los campos de aquella granja le vino a la cabeza el concepto de maldición; una maldición que no se parecía a ninguna otra.

 

Aquella maldición azul parpadeba

con una especie de pereza como queriendo dar el aspecto de una naturaleza afable; los hilos de luz que se iban perdiendo en la noche ofrecían una cara de rasgos tranquilizadores.

 

Pero una vez acabado el fingimiento

surgían del amanecer el nervio y el malhumor de Dieter quien parecía ser el que mandaba sobre toda la familia.

 

Durante los siguientes días, Paul Lafitte

ayudó sin rechistar en todas las tareas de la granja y vio cómo su esfuerzo era compensado con arroz hervido, algún que otro muslo de pato, tres salchichas diarias y de vez en cuando un pie de cerdo extremadamente salado y que en realidad era de vaca.

 

De lejos veía a tres damas

de las que no podía apreciar ni su edad ni su aspecto. En realidad no podía quejarse: dormía sobre un lecho cubierto por una manta, estaba ganando peso y a pesar de estar vigilado todo el día, en su mente se iban encajando los datos para una posible fuga.

 

A veces, la silueta de un caballo joven

en el horizonte montado por un niño lejano avanzaba exploradora frente a sus ojos y la excitación, ante esa estampa de libertad, se desbordaba con lágrimas humanas.           

 

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