21 abr 2014

Puse una pequeña porción de sal... en su vida

SIN FLORES ESCASEA LA PRIMAVERA

 

Cuando entré en la casa noté

que mi maletín aumentaba de peso, comencé a sentir en los pies la hinchazón el efecto tan conocido por mí, el fuerte olor del ácido ascórbico se mezclaba con la alta humedad relativa de un día de lluvia.

 

A través de un largo y oscuro pasillo

Luisa me condujo hasta el comedor donde Amelia casi una anciana aguardaba mi visita, sentada en una silla cargada de años.

 

Amelia, casi una sombra,

se confundía con los viejos muebles que, desamparados como ella misma no regalaban precisamente alegría. Llevaba puesto un chal subido hasta las orejas y con un leve movimiento de mano nos saludó.

 

No puede hablar –me aclaró Luisa-

debido a que tiene la lengua muy hinchada. Echando una rápida ojeada al entorno me apercibí del tremendo espacio vacío en las paredes empapeladas con antiguos dibujos arsenicales,

 

la puerta de salida al balcón

daba la sensación de que no se había abierto desde mucho tiempo atrás y de la ausencia de flores en las macetas sujetadas al viejo hierro forjado.

 

Sin más preámbulo acerqué una linterna

al rostro de Amelia y la observé atentamente. Me sorprendieron sus ojos de cuero, llorosos, enormes, con párpados superiores edematosos. Brillaban extrañamente en una cara aniñada limpia de vello bajo sus pequeñas orejas, bajo su barbilla y sobre su enorme labio superior.

 

El labio inferior estaba escindido

en dos por una enorme fisura mediana. El desamor y el resentimiento contra todos y contra todo era evidente y sus lágrimas eran de impotencia, no de dolor físico.

 

No me sorprendió su enorme lengua

sino el oscuro color del azul de metileno. El agresivo tratamiento contra el herpes ubicado en la lengua la había puesto a las puertas de una posible muerte por asfixia.

 

Siendo aún un niño,

mi padre me había enseñado, que un médico si no disponía de medicamentos, los inventaba y empleaba todos sus recursos para fabricarlos.

 

Así que, habiendo deducido

que Amelia necesitaba la sal de la vida, le pregunté a Luisa –la vecina- si no había nadie que pudiera cuidarse de ella. Me respondió que Amelia rechazaba cualquier clase de compañía excepto la un pequeño perro que le prestaba durante el día un vecino de la misma escalera.

 

Puse una pequeña porción de sal

en un vaso de agua removiéndola fuertemente con una cucharilla. Le introduje unas cuantas gotas de aquella agua salada en los pocos intersticios que la lengua dejaba en su boca.

 

A continuación lancé el agua sobrante

y rellené otra vez el vaso sin enjuagar agitando con la cucharilla también mojada de la dilución anterior. Le puse otras cuantas gotas en la boca. Y así repetí la operación hasta siete veces.

 

La inflamación cedió.

Le dije a Luisa que abriera la puerta del balcón, que plantara flores en las macetas y pusiera azúcar mojado en moscatel para atraer a las abejas, porque lo que necesitaba Amelia era otra primavera.

 

                                                                     Johann R. Bach

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