17 feb 2014

Por la mañana, derrotado, me despidió...

EL SUEÑO DE UN DIA DE INVIERNO

 

Era un día de invierno,

pálido, más exactamente blanco, con pequeños algodones cayendo sobre las casi vacías calles de una ciudad cuya latitud fue siempre extranjera para mí.

 

Se acercó para revenderme dos entradas

para el concierto que debía empezar una hora más tarde, una dama elegantemente vestida.

 

Los copos de nieve caían sobre sus hombros

y sus enormes ojos me emocionaron.

 

“Si son correlativas las entradas las compro” –dije-

“Si las butacas están separadas no me interesan”. Eran correlativas y las compré.

 

Como aún no comenzaba el concierto

la invité a tomar un café en la cantina de la Filarmónica. Sentados uno frente al otro con las manos rodeando las tazas de café para calentarnos la observé detenidamente.

 

Ella bajaba sus párpados

mirando la taza como si tuviera que avergonzarse de algo. Los brazos, los hombros, el torso, a medida que íbamos de un tema a otro, gradualmente tomaban color.

 

Al sacarse el abrigo

quedó al descubierto un vestido de color verde manzana que encajaba con el conjunto naranja de sus zapatos y bolso.

 

La temperatura subió rápidamente

a sus mejillas encendiéndolas. El suave rumor de la gente subiendo por las escaleras que conducían a la parte trasera y alta del auditorio Era como un dulce preludio.

 

A pesar de que yo comencé la conversación,

pronto sus labios pintados con un carmín sugestivo me tomaron la delantera.

 

No pude comentarle

la placidez de las playas donde nací, ni como bajo las tormentas las olas batían las rocas coronadas de pinos y los caprichos del clima de la Costa Brava,

 

ni los problemas económicos

por los que yo estaba pasando,

 

la precesión de los equinoccios y

la articulación de las estaciones…

 

sobre cosas que, creía,

estarían en su línea, si no en esencia, sí en el tono común del lamento.

 

Me explicó una historia triste

de su familia venida a menos y que para sobrevivir revendía entradas en la puerta de la Filarmónica.

 

Era alta, ligeramente delgada,

y a juzgar por su refinamiento de lenguaje y cultura debía rondar los sesenta; es decir unos quince años más que yo.

 

Era una dama romántica

que jugaba a ser pobre, a vivir su propia aventura. Para seguir el juego yo debía fingir ser rico y hacer realidad su sueño.

 

Así que le dije

que una de las entradas que le había comprado era para mí y la otra, para ella.

 

Durante el concierto nos besamos

con profusión; a la salida, bajo una pequeña arboleda, dentro de mi automóvil jugamos al amor como jóvenes enamorados.

 

Más tarde en un salón lleno libros

y con un piano por testigo nos revolcamos hasta el amanecer sobre las alfombras.

 

Por la mañana, derrotado, me despidió.

Ambos sabíamos que la rica era ella y el pobre yo. Lo que quedó en el aire fue cuál de los sueños se realizó con más intensidad:

 

el suyo el de “Blancanieves”

o el mío de “La Dama y el Vagabundo”.

                                                                         Johann R. Bach

2 comentarios:

  1. No creo pueda saberse realmente la intensidad mayor o menor de alguno, pero si ambos realizaron sus sueños y quedaron gratamente sensibles a un cálido recuerdo, creo es suficiente.
    Un beso Johann

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