13 abr 2013

PAUL LAFITTE (IV) LA EDAD DE LA LUZ

             LA EDAD DE LA LUZ  (IV)

 

 

A Paul Lafitte le parecía que la luz tenía edad:

nacía, maduraba, envejecía y moría en la noche escondida tras la propia sombra del planeta.

 

La espera excavaba en aquellas noches

un insomnio vertiginoso sobre los campos de alfalfa vigilados por escuadrones de valeriana. La combinación de ambas plantas daba vigor a sus músculos y tranquilidad a su alma.

 

Entretanto, en el cobertizo,

bajo la paja, se acumulaba poco a poco gasolina en espera de la deseada fuga. En el almacén de abonos de Hof conoció a un grupo de prisioneros que trabajaban allí desde hacía dos años.

 

Uno de ellos le dijo en voz baja

"si conocía Grenoble". Sus ojos se empequeñecieron para evitar el chorro de luz que estaba iluminando sus pupilas. Esa era la consigna del maquis provenzal.

 

Le contestó que "él no pero su hijo sí"

a modo de contraseña. En un momento dado Firmin le colocó en su bolsillo un papel doblado que no leería hasta llegar la noche. Simulando decirle algo sobre las ruedas, le indicó una pequeña cavidad entre las ballestas y le nombró la palabra correo.

 

La camioneta iba dos veces por semana a Hof

con lo que se estableció un correo regular entre todos los componentes del maquís en la zona. La información pasaba a través de la vía checa de la resistencia.

 

La actividad para una fuga

en toda regla había comenzado. El peligro de ser descubiertos también, pero saber que contaban con la ayuda de los sudetes les animaba como una aurora.

 

Durante tres semanas el correo funcionó

a las mil maravillas, luego quedó interrumpido sin saber por qué.

 

A las cinco de la mañana

el runruneo del motor de la camioneta despertó a Paul; pocos segundos después la puerta de su prisión se abrió y sorprendentemente era Monique, la mujer de Dieter, la que requería sus servicios.

 

Paul se sentó en la amplia cabina

junto a ella. A pesar de la oscuridad de aquel amanecer adivinaba su perfil: era hermosa, algo corpulenta y con cierto aire empático en sus movimientos.

 

La camioneta avanzaba lentamente

por aquel camino helado y lleno de socavones. Paul la notó excitada por su proximidad y no pudo evitar acariciarle la rodilla con suavidad.

 

Todo, absolutamente todo

se puso patas arriba. Lo que no habían conseguido los continuos bombardeos o el goteo de pérdidas humanas se despertó entre dos enemigos irreconciliables:

 

La madre, en casa,

la que puso tranquilamente los platos en la mesa para la cena durante tantos años se esfumaba bajo el calor de una amorosa mano.

 

La madre de palabras dulces,

inmaculados su gorra y traje que habían exhalado el olor sano de su persona, pasaba a pensar en las mariposas que revoloteaban en su vientre.

 

La figura del padre, Dieter, fuerte, arrogante,

viril en las formas, mezquino, colérico, injusto, con su golpe y palabra violentos, con su pacto estricto y sus añagazas se hundía ante una acaricia de la música de una viola de gamba entre las piernas.

 

Las costumbres, el lenguaje educado de los visitantes,

los muebles familiares… Todo, absolutamente todo se tambaleaba.

 

Sólo el efecto que no permite contradicción,

el sentimiento de lo que es real, la idea de que pueda al cabo no ser real como el corazón anhelante y amoroso, se mantenía en pie en aquel paisaje helado.

 

Las dudas del día y las dudas de la noche,

el sí y el cómo extraños de una pasión, dentro de una cabina de una camioneta varada al borde de un camino de una llanura llamada a convertirse en un infierno eran en su conjunto

 

destellos de lo que nunca

se debió haber modificado: hombres y mujeres apretujándose en rincones nunca pensados para ello en el instante, bellísimo, en que la luz comienza a nacer.

 

                                                                                         Johann R. Bach 

 

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