ESCARABAJOS Y ROBINSONES
No deberías burlarte del niño
–como lo hacían mis hermanos-, ingenuo, simple de él, que se figura espléndido y gran cosa en su caballo de cartón, también tú anduviste escaso de hechos y sobrado de ocurrencias.
¿Acaso nace el acto de la idea
inspirado y maduro como el rayo de la nube?
Ese niño mira el mar
desde el puerto como tú lo hacías: ve que un día está en calma absoluta; el sonido del agua en la orilla es parecido al que se produce cuando alguien bebe de una botella.
Ve cómo los cangrejos trepan
por las rocas y como las orugas escalan enormes árboles esquivando la aguda vista de los pájaros.
Poco a poco se acostumbra
al derrumbamiento del sol tras el horizonte y a cómo se retiran las barcas del mar y se refugian en el puerto.
Al día siguiente ese mismo niño se asusta
porque otra vez vuelve la mar gruesa y el viento sopla a ráfagas… se refugia entre los viejos libros con olor a papel húmedo y se abraza a su caballo de cartón.
Mientras desentraña al escuchar
de labios de la madre el misterio contenido en El Escarabajo de Oro o en el Viaje al Centro de la Tierra, imagina la cálida isla de Robinson Crusoe y se olvida de su miedo a las tormentas.
Esas historias despiertan su curiosidad
y su prisa por aprender a leer aumenta exponencialmente. Sabe que en las viejas estanterías le espera un mundo por descubrir.
¿Dónde queda entonces su ingenuidad?
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