La soledad de la Zarina
Corrían los tiempos en que el ferrocarril
prometía milagros y los astros se conjuraban contra esa soberbia humana que no ceja en su empeño: escalar en el aire para derribar la luna y bombardear a los humildes con excrementos.
De origen alemán fuiste escogida,
enviada, según un oráculo de inmensos beneficios para tu familia, a los misteriosos palacios rusos con una única misión: dar un heredero al Gran Zar de las Rusias.
La ansiedad y el nerviosismo
jugaban una partida con dados trucados: una cierta incapacidad para retener el semen en tu interior y los fuertes espasmos uterinos malograban tus esperanzas de ser madre. Sólo tu tozudez germánica acabó dándote un momentáneo triunfo.
En una loca noche de luna llena
las concubinas te habían rociado la espalda con romero y lavanda traídos desde Crimea; y, tu lengua con café mezclado con vodka. Aun así tuvieron que asistir en su penetración al Gran Zar de las Rusias con tintura de cantárida.
Durante tres días soñaste
que te habías quedado en cinta, que la alegría asomaba a tus ojos, levantando tus párpados y tus labios y una sensación de tranquilidad se estableció en tu plexo solar.
El calor en tus hombros
te obligaba a apagar la luz de gas de la cabecera de tu cama, abandonaste las cenas opíparas y desapareció la necesidad de tomar bicarbonato; y, tus sueños fueron por primera vez los de una reina.
El maleficio
se convirtió en un beneficio: el embarazo. Aunque ello significó el principio de tus males. Apartaron a la criatura de tus manos, impidieron al entregarlo a las nodrizas la impronta de tu amor de madre y el chico creció débil y delicado la carne le producía vómitos y diarreas:
la herencia y la alimentación vegetariana
lo llevó a una hemofilia de mal presagio. El Gran Zar rodeado de abrumadores problemas de Estado y acuciado por la guerra se refugiaba en masajes de vapor, hacia oídos sordos a las llamadas de amor de una princesa aún enamorada.
Tus nervios se fueron transformando
ora en histeria, ora en melancolía. Cada vez con más frecuencia los ataques de soledad se sucedían hasta el punto de pedir ayuda a aquel mugriento barbudo que lanzaba su aliento sobre tu boca mientras con dos dedos introducidos en tus entrañas te llamaba una y otra vez a romper el cielo.
Poco a poco fuiste
perdiendo generosidad. Ya sólo buscabas placer y soledad como una extraña simbiosis.
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