28 nov 2012

CUANDO HERMES TOMA EL PULSO PARA EL VIAJE HACIA EL ÁPEX

                           CUANDO HERMES TOMA EL PULSO

 

Ella ya no podía mover su cadera.

Me hizo una señal para que me inclinara –tírame hacia arriba los hierros. Sólo quería cambiar de posición para evitar las llagas de decúbito.

 

No quiero morfina –decía-.

Tengo la boca pastosa. Dile a mi hermana que vaya a comprarme uvas y regaliz. Prométeme que con el dinero que te dejo en la mesita de noche me harán una misa.

 

Ya ves. No somos nada.

Media vida dando amor a mis padres y hermanos, a mi esposo, a mis hijos… Y ahora… sólo tú te acercas para tomar mi mano y darme consuelo.

 

Bésame la mano.

Nadie lo ha hecho desde que me rompí el fémur. La Medicina ha certificado de antemano mi derrumbamiento. Han colocado en la pizarra un papel en el que dice:

 

"Diagnóstico: Síndrome algo-neuro-distrófico"

 

Es una forma elegante

de decir que mi fémur no sólo rechaza el tornillo de titanio que me tenía que sujetar las dos partes del hueso sino que no se puede soldar.

 

Todos creen que desconozco el resto,

como si no tuviera oídos para oír y ojos para leer en sus rostros un rechazo hacia mí mucho mayor que el del ligero metal.

 

Noto, por otra parte,

cómo mi tuétano se deshace y se diluye en mi sangre arrastrando a todos los rincones de mi esqueleto esos fragmentos que harán que en pocas horas emprenda el viaje hacia el Ápex.

 

Bésame la mano.

Quiero sentir el precioso calor de tus labios los únicos que me han de ayudar a cruzar esa puerta. Ya han preparado las silenciosas ruedas plegables para deslizar mi cuerpo por los pasillos.

 

Mira a mi hermana cómo se abanica.

Tiene calor, suda, le falta el aire, y, sin embargo yo tengo los pies helados y ya no puedo moverlos.

 

Todos se acercan al hospital

diciendo que vienen a verme, pero no es verdad: permanecen fuera de la habitación hablando de sus negocios, del último partido de fútbol o de la última mujer de la que se han separado.

 

Temen que mi aura

les arrastre a ellos también y hablan con el cura paseando arriba y abajo por los pasillos de esta Séptima Planta: la de los desahuciados.

 

Bésame la mano.

Permanece aquí junto a mí. No tardaré mucho en irme. Bésame la mano y toma de mi rostro mis lágrimas como último regalo. Cuando algún día vuelvas a visitarme te las cambiaré por margaritas.

 

Asómate a la ventana

y verás una diminuta lechuza encaramada en el árbol más alto. Hace dos noches que está ahí como si se entregara ciegamente a la miel del sol del amanecer.

 

También oigo a los ángeles

cómo desatan con sus dientes los cielos; cómo respira el funcionario de gruesas cejas mientras aguarda pacientemente el momento en que el vuelo de la lechuza le dé

 

la señal para pulsar el timbre

que ha de poner en marcha la maquiavélica máquina, engrasada, con los depósitos de combustible llenos y con la ITV recién pasada.  

 

Bésame la mano.

Aspira en ella el aroma de mis cabellos recogidos con una diadema. Es la esencia sutil del naranjo. Cada hora me pongo en las sienes, una gota de ese frasco que ves ahí con la etiqueta "Citrus sinensis". Ese olor es el mismo de la música de Arvo Pärt.

 

Me he pasado la vida

oyendo nombres desconocidos, soñando con paraísos, con nuevas tierras, con nuevas locuras de los hombres o de los dioses mientras que me conformaba con ser una humilde vendedora del Corte Inglés;

 

con una ciega voz

que, a tientas en la memoria anochecida, palpaba mejillas y ademanes que no me atrevo a decir que fueron besos. Tu nombre –Hermes-, no recuerdo haberlo oído hasta la semana pasada.

 

Apareciste en el momento preciso.

Después de que el otro día, me besaste la mano casi como con un beso robado ya me siento con fuerzas para atravesar esas puertas y me has infundido una paz que nunca tuve.

 

Gracias, gracias, gracias. Bésame la mano.

                                                                                        Sylvia M. Folch
                                                                                www.home-psycho.de 

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