UN ÁRBOL POR TESTIGO
Sentí de pronto una nube a mis espaldas,
si una nube puede ser una casa derrumbada…
si todavía había algo en el paisaje,
mi mano izquierda lo captaba;
era algo suave y digno de ser tocado:
una cabellera femenina fresca como la lluvia.
La palma de la mano derecha
apoyada sobre la hierba. No estábamos
lejos del pueblo, el rumor de las olas
llegaba a nuestros oídos envolviéndonos
aún más que el cielo encapotado.
Ningún soneto escrito sobre su espalda podía
ser de azúcar
aunque lo hubiera escrito Shakespeare,
la rima sobraba en el poema de su cintura:
las sílabas no eran más que suspiros,
apenas susurrados porque la naturaleza
podía oír como las paredes.
Sólo aquel árbol podía ver nuestra música.
Durante unos veinte minutos
su mano derecha llena de anillos
recorrió mi espalda, pero con tanta furia
como si quisiera arrancar de las notas
de mi canción esos crueles
alambres con los que las floristas impiden
que las rosas se abran.
Yo quería pintarle los labios con los míos,
pero por alguna extraña razón, quizá
por algún mal recuerdo, ella se negaba.
Por el contrario, sus ojos pedían
ser atravesados por mil rayos.
Su cuerpo contra mi media tarde con un árbol
celoso, por testigo.
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