EL PROFESOR
Tu madre te había explicado,
cuando tan sólo tenías siete años,
la historia de Sinué El Egipcio
con tanto lujo de detalle
que se te grabó en tu ADN; así que
cuando leíste la novela ya habías reconocido
tu imagen:
viste al pie de la muralla a aquel niño
cogido de la mano de su padre
que horrorizado, con náuseas
y ganas de vomitar rechazaba la escena
del general triunfador de tantas batallas
sin piernas y medio borracho explicando sus glorias.
En la Facultad –ahora le llaman La Uni"-
siempre había alguien explicando algo.
Y nosotros, vestidos de blanco,
con lo que denominábamos entonces
grandes herramientas,
hilo y aguja para coser y reparar el cielo,
bisturí, tijeras, pinzas, espátula,
martillo y suturas no desechables,
nos disponíamos a manejarlas
con cuidado, con amor
como parte del sagrado juramento.
Las ventanas de las aulas vibraban,
en su delgadez, como grandes trombones
y tu corazón tembló
como el pulmón de aquel niño Sinué
con la primera mano entre las tuyas
y tu cuerpo fue Egipto y sus pirámides;
los pasillos ardían a pesar de la tenue luz
como los estudiantes al ver una operación
de sinusitis: con la cara sin su máscara.
El clamor de sus suspiros invadía
el aire del Paraninfo en las conferencias.
¿Cuándo debíamos dejar de aprender?
Profesores con barba llena de cangrejos
y estrellas de mar se empecinaban
en tenernos listos para socorrer a alguien.
Corrían tiempos en que era obligatorio
ayudar en cualquier accidente
bajo la amenaza de sanción por no prestar auxilio.
El mar o el destino se llevaría
poco más tarde a todos los maestros.
Tú no volviste a ver aquellos ojos
compañeros que te miraban de reojo.
Vuelves, incomprensiblemente, siempre a clase
y es una playa, como entonces sola.
Un grupo de muchachos y muchachas
te esperan sin batas blancas,
vestidos de colores y albarcas menorquinas,
les das un lápiz con entrada USB
llave de su herramienta el ordenador,
los examinas a veces, ahora eres tú, el profesor.
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