REQUIEM INESPERADO EN CHICAGO
Habrá un tiempo a qué negarlo,
probablemente un fin de ciclo
de un acontecer eterno donde
juntar el réquiem de los pájaros
sobrevolando las cenizas del mundo,
y el réquiem de las nubes confundiendo la luz
entre sus sombras, con el réquiem
de las tormentas, el de los rayos
sobre los cuerpos desnudos e indefensos
como en el descomunal Fukushima,
y también con el réquiem de los naufragios,
el de todos los genocidios,
el de las tramontanas desencadenadas,
el de los campos enmudecidos por la sed,
el réquiem de todos los presos
-desde Guantánamo a Oriente Medio-
clamando agonizantes al mundo o a la ONU,
El réquiem de los gritos, de todos los gritos,
de todos los llantos, el de los dioses
-jefes de religiones no liberadoras-
hacia su ocaso, hacia su lento
y delirante ocaso, el réquiem de los árboles,
clavados en la tierra sus sentidos,
y el de las constelaciones, meteoros y estrellas
fugaces.
Afortunadamente –para nuestra psicología-
estamos fuera de esa inmensa escala
de espacio y tiempo. No podemos siquiera
compararnos a dos simples hormigas
que serán arrasadas por una presa hidráulica
mientras, ajenas a esa desgracia, se besan.
Pero aún en el caso de que cantáramos el réquiem
de los siglos convertidos en polvo, un día en que
lo unitario
enmudeciera nuestras voces, estrangulara
nuestros impulsos y el sol convertido en gigante roja
descuartizara nuestro mundo, el mar continuaría
estando lleno de ese color al que la piel se entrega.
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