Capítulo 2.
· Exceso de trabajo
ARNICA 200 CH
NUX VOMICA 15 CH (cada viernes noche)
· Fatiga
CHINA 7 CH
HEMATITE 8 DE
Honfleur
La primera vez que visité Honfleur
mi llegada coincidió con la pleamar.
Una campana avisaba con insistencia:
el puente se estaba levantando;
los barcos parecían nerviosos;
unos preparados para entrar
en el pequeño puerto
otros para zarpar
ya.
La operación se realizaba
con precisión matemática:
las compuertas giraban desconcertantes,
ante los espectadores
de uno y otro lado del puente levadizo.
Con la capota levantada de nuestro 2 CV
mirábamos atónitos la maniobra.
Al otro lado del puente,
sobre una enorme roca se alzaba
majestuosamente la Comandancia,
mitad castillo, mitad edificio atlántico.
Los rojos vivos, azules marinos
y blancos que lucen entre pescadores
se iban deslizando ante nosotros
como un escenario de teatro
donde nadie quiere que caiga el telón.
Sorprendentemente los habitantes
de Honfleur parecían no apercibirse
de la belleza de ese momento:
aprovechando la pleamar
el pescado fresco encerrado
en las bodegas entra puntualmente
para deleite de cientos de turistas.
Más arriba,
junto a la Iglesia de Sainte Catherine
los habitantes de Honfleur
miran embelesados las paradas
del mercado, buscando variedad
de frutas y verduras y ropa marinera
que no comprarán: les alegra
los ojos el contraste de colorido
de las típicas rayas blanquiazules.
Los lugareños tienen la impresión
de que han nacido para un sueño,
en el que, callados, confunden
muchos mundos; pues hablan rara vez
y cada frase es como un epitafio
para algo arrojado a tierra por la marea
-incluido el pescado que entra en el puerto-,
algo desconocido, que viene a ellos
sin aclarar, y permanece.
Y así es todo
lo que describen sus miradas
desde su infancia: algo no aplicado a ellos,
demasiado grande, desconsiderado,
allí enviado,
que aumenta más aún su soledad.
Ahora ya no existe el puente levadizo
que interrumpía como un descanso
el paso de los vehículos
y ya no suena campana alguna.
Pero el puerto de Honfleur sobrevive
como un juguete inolvidable.
Llegué a la Gare d'Austerlitz a las 10 de la mañana sin haber pegado ojo en toda la noche. Mi cabeza daba vueltas y vueltas sobre el mismo asunto como recomponiendo las piezas de un puzle. Sólo al detenerse el tren salí de mi ensimismamiento. Cogí la bolsa y me precipité al andén. Me estaban esperando Hervé y su novia. Fue como llegar a otro mundo, otro espacio donde nadie me iba a preguntar por mi comportamiento anterior. Y, por otro lado, personas casi desconocidas eran capaces de acogerme en su casa.
Dediqué mis primeros días en París a recorrer los muelles y las calles contiguas a la Rue Lecourbe donde Hervé y Monique estaban instalados. Era un apartamento situado en la planta tercera del edificio de sólo un dormitorio, así que debía dormir en el sofá del comedor y utilizar el lavabo en momentos en que ellos estaban fuera porque además de estar situado dentro del dormitorio, en lugar de puerta habían dos portezuelas abatibles como las de los salones de las películas del Oeste Americano.
Al principio intenté salir a conocer el ambiente de los atardeceres, pero mi cerebro no me dejaba ver más que calles llenas de ojos planos, frontales, como cubiertos por cristales de reloj, en los que convergían, disueltas en agua, todas las imágenes que aún se agolpaban en mi memoria: infinidad de coches aparcados parecían mirarme con esos ojos faltos de hondura e igualmente faltos de expresión, vacíos, como si fueran peces que yacieran muertos sobre el mostrador de mármol de una pescadería. Decidí dedicarme a la lectura mientras me adormecía dejando que el calor agobiante de aquellas tardes del verano decayeran para salir a dar un paseo por la noche.
Estaba preocupada porque no tenía ninguna fuente de ingresos ni trabajo a la vista. Lo vivido recientemente me llenaba de inquietud y una bola enorme como un nudo se me instalaba en la garganta. La situación parecía ser desesperante. Y, sin embargo, tenía la sensación de que era la primera vez en que no me apretaba el tiempo para decidir que iba a hacer de mi vida. No podía permitirme el mínimo gasto, hasta el punto de considerar que tomar un café en la terraza del Cluny era un verdadero lujo asiático.
Robert, otro hermano de Dominique, trabajaba en Rouen y logró que me hicieran una entrevista en una fundición importante dedicada, entre otras cosas, a la fabricación de monturas de gafas. A las 10 en punto de la mañana de un lunes, a punto de comenzar las vacaciones (les grandes vacances como decían ellos) el taxi me dejó a las puertas de la gran fundición de Petit Quevilly. Un conserje me acompañó hasta el despacho de Mr. Tamelle, un hombre voluminoso, con el pelo blanco y extremadamente corto.
Mr. Tamelle me hizo unas cuantas preguntas sobre mis estudios y donde vivía en aquellos momentos. Era hombre que además de su enorme inteligencia debía tener un poder extraordinario y tenía un aire como el de esas personas a las que no les gusta que se les lleve la contraria. A los quince minutos de comenzada la entrevista me dijo con frases concisas e imperativas lo que yo debía hacer.
Me dio un empleo en la Societé Prestil de Choisy le Roi, justo al sur de París. Debía presentarme a trabajar el 1 de septiembre. Me ordenó más que recomendarme que aprovechara todo el mes de agosto para perfeccionar mi francés. Me dijo que fuera a una escuela de verano y que la factura la pagaría la empresa con cargo a los fondos de Formación Profesional Continua. Dando instrucciones a la secretaria para que se ocupase de todo, me despidió con un cálido apretón de manos. Con toda probabilidad no nos volveremos a ver –me decía riendo y sin soltarme la mano-, pero si alguien intenta molestarte le puedes amenazar diciéndole que se lo contarás a Mr Tamelle.
Salí loca de contenta a la calle. Tenía ganas de dar saltos como si a mis sandalias le hubieran salido alas. Hacía sol pero numerosas nubes iban dejando su carga de vez en cuando. Tan pronto se ocultaba el sol y caía una lluvia fina que me bañaba el rostro, como de repente volvía a reír el tiempo apacible. Cuando llegué a París, Hervé y Monique me esperaban con una mesa especialmente preparada con velas para celebrar el acontecimiento. Alguien les había dado ya la noticia por teléfono. Las manos me temblaron de emoción durante toda la cena y no pude dormir en toda la noche. Estuve haciendo mil planes para aprender francés desde escuchar Radio FIP a todas horas hasta pedirles conversación a mis amigos.
Aquel mes de agosto lo pasé leyendo frenéticamente todo lo que caía en mis manos, desde un libro a anuncios de publicidad, pasando por los periódicos y revistas de todas clases. Hasta cambié de caligrafía: las mayúsculas de la letra cursiva desaparecieron para dar paso a unas letras capitales de imprenta y las letras ligadas artificiosamente para dibujar palabras, se soltaron separándose como si hubieran madurado y buscaran cada una su independencia.
Cuando leía en voz alta para aprender a hablar con soltura, una voz parecida a la mía -pero que no era la mía- se esforzaba por entrelazar palabras y frases de forma contraria a lo que me ocurría con mi caligrafía: Era imposible decir tacos en francés y las exclamaciones se me hacían imposibles. Pronto me di cuenta de los obstáculos que debía superar debido a mi lengua minoritaria. Era imposible hablar como lo hacía en español y ya no digamos expresarme como en catalán a pesar de que poco a poco iba alcanzando un nivel de lenguaje en francés aceptable.
También me dio tiempo de ir un par de veces a conocer los bellísimos paisajes de la costa normanda. Visité Honfleur, Deauville, Trouville, Cabourg, Saint Michel además del impresionante centro histórico de Rouen. Era un verdadero placer viajar en el 2 CV de Hervé con la capota levantada impregnándome de aires normandos que se iban diluyendo con el oxígeno barcelonés que aún llevaba dentro de las maletas de mis pulmones. También fue un placer conocer como todo lo cocinable los normandos lo embadurnaban de crema: músculos de roca a la crema, carnes a la crema, verduras a la crema, etc.
También me rechifló descubrir el Calvados (aguardiente extraído de la manzana), la sidra y el Camember. Compré un libro (un tratado de Moldeo bajo presión) en el que se describían máquinas de inyección de plásticos y/o metales fundidos que casi me aprendí de memoria para hacerme con el lenguaje de la fabricación de monturas de gafas por moldeo bajo presión. Así fue como aprendí palabras de un lenguaje especializado que hasta entonces eran como frutas exóticas de otro mundo: noyos, coquillas, cuello de cisne, zamak, correderas, junta de colada, rebaba, talones de limpieza, temple, junta de ataque, circuito de refrigeración, ilzro 12.
Las fórmulas matemáticas que relacionaban temperatura de fusión, tiempo de solidificación de una pieza después del rellenado del molde y la consiguiente apertura del molde se convirtieron en cálculos apasionantes donde conceptos de termodinámica y comportamiento de fluidos me abrían las puertas de nuestro sistema solar y las de mi universo interior.
Me sentía a gusto estudiando un lenguaje especializado en el que hasta el más extenso de los diccionarios tiene dificultades a la hora de traducir fielmente el significado de palabras técnicas, a veces de origen local y de sentido no unívoco. Todo ocurría como si desde dentro de mi pecho saliese una voluntad de maniatar al día aquel parisino calor extraño de finales de agosto, como si quisiera acallar sus mil voces de alegría.
¿No tienes en el pecho un bosque,
un soplo cálido, un silencio,
una brisa suave y una primavera?
Números, letras y flores, con pasión reunidos
¿estarán arrepentidos de habitar en ti?
Elisa R. Bach
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