Domingo en Cadaqués
Era domingo.
Un domingo en el que la luz del sol
compensa la melancolía continuada
del aire marino del otoño de Cadaqués;
la tranquilidad flotaba en el aire
como aire en el viento y el sol
calentaba como una caricia mi pecho.
En la playa había mucho trabajo,
la brea impermeabilizaba la barca
y mis ojos seguían como por encanto
el contorno de las velas y el compás
de la olas murmuraba en mis oídos.
Las mujeres enredaban sus fuertes manos
en finas cuerdas excepto mi madre
que cantaba una canción.
Mi hermana la tatareaba para aprenderla.
Y yo, como todo me parecía bien
callaba, miraba al cielo
y lo sentía todo como un sueño.
Mi hermano corría por la playa
con un remo entre las piernas
a modo de caballo que imaginariamente
lo transportaba al galope junto al mar.
El sol estaba bastante alto
cuando una sombra familiar se inclinó
para besarme,
yo extendí mi diminuta mano,
la arena se quedó muda y por un momento
el rumor de las olas desapareció
como un verano tras una tormenta.
Mi padre tomaba mi mano
con la misma suavidad que el maletín
que llevaba en la otra
del que no se separaba nunca
como si en él llevara un tesoro.
Dentro del galeno maletín
llevaba un termómetro,
un fonendo, un estuche de cuero
que contenía unos misteriosos tubitos
de cristal con tapones de corcho
y dos cuadernos de papel cuadriculado envejecidos por el uso.
Lo recuerdo como si fuera hoy;
batido como acantilado
por el oleaje del duro trabajo
al que se entregaba a todas horas
y con palabras que podrían asombrar
a las propias palabras nos conducía
a mundos esperanzadores.
Nos enseñaba a mirar las velas
y los mástiles en el horizonte.
Elisa R. Bach
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