29 dic 2016

Aquel cantarín hombre que repetía una y otra vez ¡El lañador de loza y porcelana!


LO MÁS LÍRICO EL CARNICERO

Díme Ermessenda ¿desde cuándo escribes?
Rosa me ha dicho que lo haces desde muy joven.

Así es Quentin.
Empecé a escribir, con gran entusiasmo, con apenas diecisiete años. La verdad no sabía muy bien qué escribir ni como hilvanar mis pequeños relatos hasta realizar esa obra de mampostería que, hilada a hilada, pudiera llegar a ser una novela.

Me faltaban años
para conocer los entresijos del alma jarra de porcelana donde guardar las cosas vistas y vividas, pero así que cumplí veintiún años me vine a París…, a estas mansardas.

Salía a la calle para ver el París aquel de las novelas.
Poco a poco me fue defraudando el ambiente, sólo en el mercado de Sant Germain de Prés parecía haber algo de la cotidiana alegría que yo buscaba.

No oí nunca aquel silbato del tripicallero
haciendo resonar el aire en octavas diferentes como el afinador de pianos ciego de los relatos de los grandes escritores, ni ningún otro silbato de aquellos supuestos vendedores ambulantes de toda clase de cosas. Y me parecía que si alguna vez llegara a dejar aquel barrio aristocrático del Bulevar Raspail, de embajadas importantes, de la Rue de Rennes (donde la frutería, la pescadería, etc., estabilizadas en grandes casas de alimentación, hacían inútiles los pregones de los vendedores ambulantes, que además no hubieran logrado hacerse oír) me parecerían muy tristes, inhabitables, despojados, decantados de todas aquellas letanías de los pequeños oficios y de los comestibles ambulantes, privados de la orquesta que me hubiera encantado cada mañana.

A veces, mirando por la ventana,
veía pasar alguna mujer poco elegante, obediente a una moda fea, con un abrigo saco piel de cabra, demasiado claro con descosidos en los hombros dirigiéndose a pie a su garaje.

También me defraudó
no ver a los botones de los grandes hoteles, uniformados de distintos colores, dirigiéndose alados a las estaciones, en sus bicicletas, al encuentro de los viajeros de los trenes de la mañana. El sonar de un violín saludando el paso de los viandantes era simplemente una fábula de tiempos anteriores.

En los días precedentes a la festividad de Los Reyes Magos,
no hallé ni rastro de aquella sinfonía de un "aire" pasado de moda que yo sentía en mi mente de una hipotética vendedora de caramelos acompañada de un sonsonete con una carraca, o el vendedor de juguetes al que yo le asociaba un muñeco colgado de su hombro y que se movía al son de los diminutos pasos de un minué.

Aquel cantarín hombre que repetía una y otra vez
¡El lañador de loza y porcelana! Y que de vez en cuando podría decir: "arreglo vidrio, mármol, cristal, hueso, marfil y objetos antiguos". ¡El lañador! Era pura fantasía inoculada en mi mente juvenil por los relatos clásicos de una Francia que quería ser el espejo del mundo.

Sin embargo hallé, inesperadamente, en una carnicería que tenía a la izquierda una aureola de sol y a la derecha una vaca entera colgada, un carnicero muy alto y muy delgado, rubio, con un cuello azul cielo, ponía una rapidez vertiginosa y una religiosa conciencia en separar a un lado los filetes exquisitos y a otro la carne de tercera clase, y –aunque después no hiciera otra cosa que disponer para el escaparate, riñones, solomillo, lomo- en realidad daba mucho más la impresión de un hermoso ángel que el día del juicio final estuviera preparando para un juez celestial, según su cualidad, la separación de buenos y de malos y el peso de las almas.

Así que no me desanimé del todo
y aquella escena del carnicero y sus ojos lascivos me acompañó durante un tiempo mientras escribía en el pequeño pupitre de mi mansarda. Y después, como ya sabes amigo Quentin, el surrealismo comenzó a enraizarse en mí mente, así que escribí en la pared como si de un cuadro se tratara el siguiente poema:

Siendo ya más madura…
comenzaron a salir voces que pretendían
decirme cómo y qué tenía que escribir.

Por toda respuesta… dejé que los críticos dijeran
cuanto han dicho; rechacé su pan y aceite, cobre
y cobalto además del código (una tarjeta visa) cosido
con silencio en sus jardines: pastelitos de neón, nada.

                                                                          Johann R. Bach

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