Terraza bajo la lluvia
EL MÉDICO SOLITARIO
La fina lluvia hace desistir,
a los clientes habituales, de tomar un café en las terrazas y la plaza está vacía.
Un solitario bajo el cielo gris
atraviesa la callada mañana, con la mochila de cuero en la espalda y unos enormes auriculares puestos. Es el chico confundido que despierta de los sueños. Gris su rostro en el aire húmedo se disuelve.
Con los pelos extendidos llora
resignadamente sin recordar que fue estudiante de medicina como si esa etapa alegre de su juventud se hubiera diluido en miles de dosis de alcohol anuales,
Su mirada perdida
atraviesa la ventana, ojo inmóvil entre rejas; y, como en un dulce viaje a través de un lago ve cómo se besan, prodigiosamente, dos amantes.
Con movimientos lentos
su rostro lívido sonríe en el vino el horror de la muerte grapado a la cara de los enfermos. Pero su condición de médico no se limita a la mesa de oficina de su consulta.
Una monja orando herida
y desnuda ante los ojos del galeno Salvador entrega su cuerpo a la ciencia para salvar su alma. Le pide que la libere de todos los diablos del alcohol aunque no ignora que la bata blanca que la examina huele a cerveza y miel.
Esa Madre Superiora canta
bajito en el sueño. Plácida mira por las noches la botella de Cognac como si fuera su hijo; con ojos que son todos llenos de verdad.
Resuenan carcajadas en el prostíbulo
al oír la historia, una de tantas, del Monasterio y en el sótano junto a la luz de sebo las prostitutas pintan con su blanca mano un sardónico silencio en la pared.
El médico solitario medita
sobre la mesa del bar; y, con un vaso de cerveza ya vacío en su mano continúa con su murmuración monjil. Es como los demás: un personaje que llena con su presencia el paisaje.
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